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La Sangre de los Libros – Santiago Posteguillo

Asesinatos, suicidios, duelos, condenas a muerte, guerras, eclipses, vampiros, misterios, juicios… Detrás de los grandes libros se esconde mucha más sangre de lo que uno podría imaginar. ¿Por qué Pushkin murió en un duelo? ¿Es cierto que se han hallado pruebas de la reencarnación de Shakespeare? ¿Sabías que Pessoa tuvo dificultades para encontrar editor o que La Divina Comedia estuvo a punto de no publicarse? Santiago Posteguillo, referente de narrativa histórica, nos guía en un magnífico viaje desde los discursos de Cicerón hasta las obras de ciencia ficción de Asimov por la historia más enigmática y sorprendente de la literatura universal.


 

La sangre de los libros propone un viaje alternativo y diferente por la historia de la escritura. Detrás de grandes clásicos de la literatura universal, sea la Eneida, La vida es sueño, Jane Eyre o Drácula, por mencionar solo algunos títulos que el lector va a visitar en este viaje en el tiempo, hay misterios y enigmas y, con frecuencia, sangre: la sangre de los escritores esparcida de forma silenciosa por entre las líneas de sus libros. Empezaremos con un juicio y un rescate y sonreiremos con el poder de una mosca, pero pronto nos sorprenderán en nuestro camino condenas a muerte, sueños premonitorios, tumbas perdidas, duelos a espada en las sombras de la noche o a pistola sobre la nieve blanca; enfermedades mortíferas, dolencias mentales, eutanasia, suicidios, armas secretas, reencarnaciones, batallas, guerras, eclipses, asesinatos, crímenes sin resolver. La buena literatura de verdad, la que nos hace palpitar, la que nos emociona y nos transporta a otros mundos, la que nos parece más real que la realidad misma es la que está escrita, palabra a palabra, verso a verso, página a página, con sangre en las sienes, en las manos y en el alma. La sangre de los libros es una invitación a no tener miedo al líquido rojo de los sentimientos que los escritores, que las escritoras, transforman magistralmente, con la genialidad de su intuición, en tinta negra, impresa o digital, eso no importa, donde se nos hace pensar sobre la vida, sobre el lugar de donde venimos y aquel hacia donde vamos; donde se nos plantea quiénes somos y donde más de una vez se permite que la justicia y la libertad salgan victoriosas y nos llenen de felicidad. Para leer este libro no importa el grupo sanguíneo del lector. Solo importa dejarse llevar por la pasión de la lectura y, eso sí, tener mucha sangre en las venas. El gran rescate Cuando Europa del Sur rescató a Europa del Norte Roma, 62 a. C. Marco Tulio Cicerón cruzó el foro con paso rápido. Aun así se veía obligado a detenerse con frecuencia para recibir elogios por sus magníficas intervenciones en el Senado, donde había atacado a Catilina poniendo al descubierto su conjura para dar un golpe de Estado y hacerse con el poder absoluto en Roma. Sin embargo, aquella mañana repleta de felicitaciones de sus colegas, Cicerón estaba preocupado por otro asunto muy diferente, pero no por ello menos doloroso para su ánimo. Licinio Archia, su antiguo maestro griego de retórica, lo necesitaba: tiempo atrás, apoyado por el senador Lúculo, había conseguido la ciudadanía romana por sus muchos años en Roma y sus grandes servicios prestados en la educación de jóvenes romanos, entre ellos el propio Cicerón; pero ahora, los enemigos de Lúculo, dispuestos a humillarlo, intentaban expulsar al viejo maestro griego de la ciudad, aprovechando la Ley Papinia, que permitía denunciar altas erróneas en la ciudadanía romana. Cicerón entró en la basílica donde iba a tener lugar aquel juicio y se sentó junto al viejo Archia. —No te preocupes, viejo amigo —dijo Cicerón poniendo la mano sobre el hombro de su abatido tutor—. No pasarás tu vejez lejos de tus amigos, sino aquí, en Roma, donde muchos sabemos apreciar tu trabajo y tu sabiduría. Archia asintió con serenidad. Estaba en manos de su mejor alumno. No sabía cómo lo conseguiría, pero no dudó ni por un momento que Cicerón sería capaz de dar la vuelta a cualquiera de los argumentos que fueran a esgrimir sus adversarios. Hombre siempre cauto, pensó que en todo caso era conveniente que su antiguo alumno no infravalorase la capacidad del enemigo. —No te confíes, muchacho. Nadie más llamaba a Cicerón « muchacho» , pero aquel anciano podía permitirse esa y cualquier otra libertad con el afamado senador. —No lo haré, por Cástor y Pólux —respondió Cicerón, y se volvió hacia el tribunal.


El abogado de la acusación comenzaba a exponer los motivos que movían a sus clientes a denunciar a Archia por falsa ciudadanía romana. —No hay registro alguno de la supuesta ciudadanía romana de este hombre —empezó el acusador con voz potente e inflexible—. Ningún archivo de Roma contiene ni una referencia a un ciudadano romano de nombre Archia. Y que no se nos esgrima desde la defensa una posible carencia en estos archivos por falta de orden o mantenimiento: Metelo ha realizado además censos recientes y tampoco en ellos fue inscrito el acusado como residente en Roma. Ni registros antiguos ni nuevos sobre su ciudadanía. No hay nada. Solo estamos ante un extranjero que intenta permanecer de forma ilegal en una ciudad a la que no pertenece. ¿Qué mensaje vamos a dar a otros extranjeros que estén en similar situación? No, miembros del tribunal: hay que ser inflexibles y aplicar la Ley Papinia con todo su rigor. Si resulta que el acusado goza de cierta fama o popularidad entre algunos de los aquí presentes, mayor ejemplo será. Que se vea que la ley se aplica en Roma en todo su rigor de igual forma para todos, más allá de las amistades tras las que alguien se quiera ocultar para evadir su cumplimiento estricto. Y así, durante un largo rato, consumió el acusador las diferentes clepsidras o relojes de agua que tenía asignados para su intervención, reiterando una y otra vez los argumentos expuestos, como si a fuerza de martillear con las mismas ideas fuera a conseguir esculpirlas en la cabeza de todos los que se habían reunido aquella mañana en la basílica. Llegó, al fin, el turno de la defensa. Cicerón dio entonces varios pasos y se situó frente al tribunal. Cerró los ojos. Inspiró profundamente. Los abrió y empezó a hablar: —Si quid est in me ingenii, iudices… [Si hay algo de habilidad en mí, miembros del tribunal…], no es por otro motivo que gracias a mi maestro, a quien hoy juzgáis con el fin de desterrarlo de Roma. Y a partir de ahí destrozó a la acusación: si no había registros sobre la ciudadanía romana de Archia era porque los archivos habían sufrido daños a lo largo del tiempo: incendios, destrozos de todo tipo, mal mantenimiento, sí, aunque quisieran negarlo desde la acusación; si Archia no aparecía en los censos de Metelo era porque había estado ausente de Roma, en campaña junto con el senador Lúculo, y había testigos para probarlo, igual que se podía probar su residencia en Roma durante varios años. Pero más aún que todo eso: Archia era un poeta, un poeta reconocido que además se había dedicado a la alabanza de Roma. Cicerón se volvió súbitamente hacia el tribunal y elevó aún más el tono de su voz: —Varias ciudades se disputan ser el lugar de nacimiento de Homero para obtener prestigio por los grandes poemas del autor griego; y Roma, Roma que tiene un poeta como Archia, un poeta que ha cantado las glorias de Roma en su lucha épica contra tantos enemigos…, esa misma Roma, ahora, ¿piensa desterrarlo? ¿Es que están todos trastornados? Cicerón, movido por el amor a su maestro, fue elocuente como pocas veces. Al fin, dio por terminado su discurso, se volvió y se sentó junto a Archia mientras exhalaba un suspiro. Estaba cansado: no porque su defensa hubiera sido larga, pues ni siquiera había consumido el tiempo de las clepsidras que tenía asignadas, sino por la intensidad, por la pasión que había puesto detrás de cada palabra, de cada frase. Archia aprovechó el momento y se dirigió a él en voz baja. —La sentencia ya no es importante para mí —le dijo el viejo pedagogo griego—. Sea desterrado o no, sé que mis enseñanzas vivirán en ti por siempre. Sé que si alguna vez alguien me recuerda será por ti.

El tribunal falló a favor de la defensa y Archia permaneció en Roma. Pero el discurso de Cicerón, como tantas otras obras maestras clásicas, se desvaneció en el olvido de los tiempos tras la caída de Roma. Una pérdida irreparable. Monasterio de Lieja, 1333 Eran dos viajeros del sur. Uno más decidido, con veintisiete o veintiocho años, y el otro, su asistente, apenas un mozalbete de dieciséis. El sol se ponía en el horizonte y amenazaba lluvia, pero la silueta de la abadía se vislumbraba a una legua escasa de camino. Apretaron el paso y llegaron a las puertas del monasterio con la noche recién iniciada. A una mirada de su maestro, el joven asistente golpeó la gran puerta varias veces, con todas sus fuerzas. Varios truenos bramaban en las cercanías y el muchacho empezaba a temerse lo peor: una noche al raso o refugiados bajo un árbol, mojándose y helándose de frío… Entonces los goznes de la puerta chirriaron. El viajero más veterano dio un paso, se situó por delante del joven y habló en latín al monje que miraba desde el otro lado de la puerta entreabierta con cara de pocos amigos. —Mi nombre es Petrarca, Francesco Petrarca, y el abad sabe de mi venida hasta aquí. Me espera. El monje no dijo nada, pero los dejó pasar. Los acomodaron en la cocina, donde se estaba caliente, y les sirvieron un plato de sopa y algo de vino. El monje que les había abierto la puerta apareció de nuevo en la cocina y se dirigió a los viajeros recién llegados. —En efecto, el abad os espera, pero es tarde. Os recibirá mañana, al amanecer. Os estoy preparando una celda. —Y sin esperar respuesta dio media vuelta. Petrarca, satisfecho su apetito y a la espera de que los condujesen a la habitación donde pasarían la noche, paseó por entre las mesas de cacerolas, cuchillos y otros utensilios similares hasta que algo le llamó la atención. Se detuvo frente a un montón de pergaminos viejos que estaban amontonados en un mar de polvo y telarañas. —¿Y esto, hermano? —preguntó Petrarca al cocinero, que fregaba con fruición varias sartenes. —Leña —respondió el monje. No eran hombres de muchas palabras en Lieja. Petrarca asintió, pero se agachó y tomó un pergamino de entre los muchos de aquel montón.

—¿Puedo? —inquirió mientras lo cogía. —Aquí el tiempo corre despacio y cada uno lo pierde como quiere — respondió el hermano cocinero—. No hay nada santo ni devoto en esos pergaminos viejos, si es eso lo que teméis, pero mirad a vuestro antojo. Petrarca se sentó a una mesa y empezó a leer. Parecía una receta vieja o quizá una explicación sobre algún ungüento remoto, escrito en muy mal latín. Repitió la operación y extrajo más textos antiguos, arañados por el tiempo y el peso lento de los años; obtuvo resultados parecidos hasta que, de pronto, sus ojos se abrieron por completo y su faz se hinchó de asombro. A Petrarca empezaron a temblarle las manos y una lágrima se deslizó por su mejilla. —No es posible… —dijo, al fin, en un susurro. Su asistente se acercó y le preguntó, también en voz baja: —¿Qué no es posible, maestro? —Esto —dijo; y alargó la mano, mostrándole el pergamino que acababa de leer. Su asistente se esforzó y ley ó las primeras líneas torpemente, palabra a palabra, pero su expresión confusa revelaba a las claras que él no entendía la importancia de aquel hallazgo que tanto parecía haber impresionado a su maestro. —Si… quid… est… in… me… ingenii… iudices… Parece un texto legal antiguo… —Es Cicerón. En 1333, Francesco Petrarca reencontró el discurso de Cicerón en defensa de su maestro Archia que durante más de mil años se había dado por perdido. Petrarca no solo fue uno de los más grandes poetas, que reinventaría la poesía moderna con sus sonetos a Laura, en los que luego se fijarían Garcilaso o Shakespeare; fue mucho más que eso. El italiano inició uno de los mayores rescates de la historia del mundo: salvar del fuego, de los basureros y de la aniquilación decenas de textos clásicos que se desdeñaban por paganos. A Petrarca lo siguieron Coluccio Salutati, Niccolò Niccoli o Poggio Bracciolini. Entre ellos recuperaron a Cicerón, Virgilio, Lucrecio, Quintiliano, Tito Livio y tantos otros: discursos, poemas, oratoria; historia y literatura salvadas del fuego. Sería erróneo e injusto pensar que solo se perdieron cosas en los monasterios. Los benedictinos y otras órdenes salvaron mucho, pero la aparición de Petrarca y el resto de rescatadores hizo que se valorase mucho más lo que se había salvado y a y, a la vez, que se recuperaran aún más testimonios literarios, históricos y artísticos del pasado. Sin ellos es posible que al final todo lo salvado en la Edad Media hubiera terminado perdiéndose. Así se inició el Renacimiento. Esto sí era rescatar (« liberar de un peligro, daño, trabajo, molestia, opresión, etc.» , según el DRAE). No lo que el norte de Europa ha hecho hoy con ese sur al que tanto deben, aunque y a lo hayan olvidado. Rescatar no es eso, pero hay políticos que torturan a las palabras hasta hacerles confesar significados que no tienen. De una mosca y un mosquito… a una obra maestra de la literatura universal Roma, 42 a.

C. Patricios, caballeros y hasta senadores acudían en tropel a aquel fastuoso entierro en la magnífica finca de un conocido poeta en la ladera del monte Esquilino. Todos habían respondido al llamado del escritor que los había instado a asistir a aquel acontecimiento anticipándoles que proporcionaría toda suerte de manjares adobados en excelentes salsas y presentados con aún mejores vinos. No iba a ser aquel un entierro triste. Nada más alejado de la voluntad del poeta. El más apreciado animal del escritor acababa de fallecer y este había decidido no escatimar en gastos para darle una despedida y una sepultura de acuerdo con el inconmensurable aprecio que sentía por el animal perdido. —¿De verdad que todo esto es por una mosca? —preguntaban los más incrédulos, que no podían entender que aquel escritor, por escritor que fuera (que ya se sabe que son gente extravagante y extraña en grado sumo), estuviera gastándose todos aquellos sestercios en enterrar una simple mosca. Por no entrar en la peliaguda cuestión de qué tipo de relación afectiva puede trabar un hombre con semejante insecto, siempre molesto y sucio. —¡Por Hércules! ¡Así es! ¡Todo esto por una simple mosca! —replicó Mecenas, divertido por toda aquella parafernalia, al sorprendido patricio que contemplaba sin salir de su asombro el enorme monumento funerario que el poeta había ordenado levantar en honor al insecto fallecido en medio de la villa. Hasta ochocientos mil sestercios dicen que el poeta Virgilio se gastó en enterrar a la que él aseguraba que era su mosca favorita. Una suma descomunal, exagerada; un gasto sin criterio, absurdo. Claro que… todo tiene su reverso en la vida, la cara oculta que, con frecuencia, es el auténtico porqué de las cosas: el segundo triunvirato de hombres poderosos que gobernaba Roma en aquel momento, con Marco Antonio, Octavio —que luego sería conocido como el emperador Augusto— y Lépido, planeaba repartir tierras entre sus veteranos de guerra para recompensarlos de esa forma por todos los duros trabajos y sacrificios de las campañas militares en las que habían combatido. Pero para ello, Marco Antonio, Octavio y Lépido tenían que confiscar primero latifundios y fincas a muchos de los terratenientes que los poseían en Roma y sus inmediaciones. La única excepción al decreto del triunvirato era que, por respeto a los muertos, no se confiscarían fincas en las que hubiera una tumba. El poeta Virgilio, ingenioso en grado sumo, ideó un plan audaz: levantar un gran monumento funerario en la mayor de sus fincas de las inmediaciones de la capital y ver así salvada su hacienda gracias a la tumba de una mosca. Es una historia magnífica, pero… demasiado perfecta. ¿Creen sinceramente ustedes que las ley es del segundo triunvirato romano se podían soslayar con una mosca? La idea es imaginativa y romántica, pero no pasa de la categoría de ley enda. Estamos ante una de esas múltiples anécdotas atribuidas al inmortal Virgilio a lo largo de los siglos, surgida quizá en la Edad Media o tal vez antes, y que se recoge hoy día en diferentes webs de internet como si fuera una sacrosanta realidad. Ni Suetonio ni ningún otro de los historiadores clásicos coetáneos de Virgilio hacen mención a este relato. Lo que sí puede sustanciarse en datos históricos es que el segundo triunvirato, en efecto, confiscó tierras para los veteranos de sus legiones: entre ellas, al menos, una finca de Virgilio; y también es cierto que entre los amigos del poeta estaba el gran Mecenas. Hasta ahí todo correcto, pero sobre esa base de verdad se creó el mito de la curiosa argucia de enterrar la mosca para preservar otra finca aún mayor. El escritor y periodista George Pendle apunta —a mi entender, con mucho tino— que la leyenda de la mosca de Virgilio pudo surgir a partir de una reinterpretación o relectura del poema « Culex» (Mosquito) del poeta latino, donde se nos narra cómo un mosquito pica a un campesino mientras duerme. Este se despierta y lo mata, pero al despertarse ve que una fiera iba a atacarlo, de modo que puede salvarse, en definitiva, gracias a aquella picadura que lo ha despertado a tiempo. El poema continúa relatando cómo el mosquito se aparece entonces en sueños a nuestro campesino para recriminarle que ni siquiera haya tenido una atención con él después de haberlo matado, pese a que su picadura le ha salvado la vida. Cuando el campesino despierta, prosigue el poema de Virgilio, corre a levantar una fastuosa tumba para el mosquito.

Es muy factible que, mezclando verdades históricas por un lado y el contenido del poema por otro, la historia terminara reformulándose, en algún momento del Bajo Imperio o de la Edad Media, como la he referido al principio. Y, sin embargo, un relato que sí es veraz y sorprendente al tiempo ha quedado olvidado por casi todos. Esto sí que ocurrió: Brundisium (actual Bríndisi), 21 de septiembre de 19 a. C. Virgilio, a punto de morir, habla con Lucio Varo. —¡Quémalo, quema todos los versos! —Pero es tu mejor obra —le responde Varo—. Diez años de trabajo. No puedes quemarla. Todo ese tiempo, todo ese esfuerzo. Incluso has viajado por Asia y por Grecia para confirmar los escenarios que recreas en ese poema. No puedes querer que destruyamos ahora lo que tanto sacrificio te ha costado construir. El propio emperador Augusto se mostró interesado en verla terminada cuando te entrevistaste con él en Atenas. —Está inacabada… —replicó Virgilio en un susurro: hablar le suponía sufrimiento—; y muchos versos… están… incompletos. Pensaba que a mi regreso a Roma tendría… tiempo y fuerza para corregir estos defectos, pero veo que Hades me reclama y Caronte quiere cobrarse y a su moneda. No, no quiero que… —Pero no sabemos qué más dijo, más allá de su insistencia en que aquella obra, su última obra, debía ser pasto de las llamas. Virgilio se quedó quieto, con los ojos muy abiertos. Su amigo le bajó los párpados como quien cierra dos ventanas y le puso una moneda de oro en la boca. Varo lo meditó seriamente. Se debatía entre el deseo de un amigo y la orden del entonces y a Octavio Augusto, gobernante supremo de Roma después de apartar primero del poder a Lépido y, a continuación, de derrotar a Marco Antonio en la batalla naval de Actium. Aquel texto, ese poema del que había hablado Virgilio, había sido, en cierta forma, un encargo del Imperator Caesar Augustus, así que quizá este mejor que ningún otro debía decidir qué decisión tomar sobre el poema en cuestión. Pasaron unos meses y al fin el emperador encontró un momento para recibirlo y escuchar su historia. —Dicen que quieres verme, Varo —comentó Augusto. —Así es, imperator. Se trata de la última obra de Virgilio —dijo, y mostró el cesto que llevaba con numerosos papiros enrollados. —¡Por Júpiter! Una obra extensa, por lo que veo —comentó Augusto.

—Sí, imperator. —Y Varo se acercó y puso el cesto sobre la mesa del emperador al tiempo que se explicaba—. Virgilio me ordenó que la quemara, pero y o creo que ese es un destino inmerecido para su última obra. Busco consejo, César. No sé qué debe hacerse y he pensado recurrir a la sabiduría del imperator. El César asintió. —Lo leeré y te daré mi parecer —respondió Augusto, e hizo una señal con la mano derecha para que Varo se retirara. El emperador estaba cansado. El escritor abandonó la cámara y Augusto se llevó las manos a las sienes. La entrevista con Varo había tenido lugar después de haber recibido informes inquietantes: las noticias que Agripa enviaba desde Hispania, desde la región de los cántabros, no eran buenas. La resistencia de aquellas tribus seguía siendo feroz. Era un asunto que lo tenía agotado. Apartó la carta de Agripa, tomó uno de los papiros que había traído Varo y empezó a leer la última obra de Virgilio. Ley ó durante horas, sin parar. El emperador Augusto ordenó a Varo que no se cumpliera el deseo de Virgilio y que aquel extenso poema no fuera quemado sino, al contrario, que se editase bien y se diera a conocer al mundo. Acababa de salvarse la Eneida, el gran poema épico de Roma, equiparable a la Ilíada y la Odisea. Un texto clave en la literatura occidental.

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