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La luz fantastica – Terry Pratchett

El sol se alzó lentamente, como si no estuviera seguro de que el esfuerzo valiera la pena. Amaneció otro día del Disco, pero muy gradualmente, y he aquí la razón. Cuando la luz tropieza con un campo mágico fuerte, se le olvida lo que es la prisa. Se ralentiza al momento. Y en el Mundodisco la magia era cualquier cosa menos escasa, lo que significaba que la suave luz amarilla del amanecer fluía sobre el paisaje dormido como la caricia de un amante gentil o, en opinión de algunos, como jarabe dorado. Hizo pausas para llenar los valles. Se apiló contra las cadenas montañosas. Cuando llegó a Cori Celesti, la espiral de quince kilómetros de altura de piedra gris que constituía el eje del Disco y el hogar de sus dioses, los montones fueron creciendo hasta desplomarse como un enorme tsunami perezoso, tan silencioso como el terciopelo, por todo el paisaje. Era un espectáculo sin igual en ningún otro mundo. Pero claro, es que ningún otro mundo viaja por el infinito estelar a lomos de cuatro gigantescos elefantes que a su vez reposan sobre el caparazón de una inmensa tortuga. El nombre de la tortuga macho —o hembra, según otra escuela de pensamiento— es Gran A’Tuin. Él —o ella, que todo podría ser— está ahí, bajo las minas, el lecho marino y los falsos huesos fosilizados colocados por un Creador que no tenía nada mejor que hacer aparte de dar la lata a los arqueólogos y meterles ideas tontas en la cabeza. Gran A’Tuin, la tortuga estelar, con su caparazón escarchado de metano, agujereado por cráteres de meteoritos, erosionado por el polvo asteroidal. Gran A’Tuin, con ojos como mares antiquísimos y un cerebro del tamaño de un continente por el que los pensamientos se mueven como pequeños glaciares deslumbrantes. Gran A’Tuin, con sus gigantescas aletas lentas y tristes, con su caparazón pulido por las estrellas, avanzando trabajosamente por la noche galáctica bajo el peso del Disco. Tan grande como un mundo. Tan vieja como el tiempo. Tan paciente como un ladrillo. En realidad, los filósofos han metido la pata hasta el fondo. La verdad es que Gran A’Tuin se lo está pasando de miedo. Gran A’Tuin es el único ser del universo que sabe exactamente adónde va Gran A’Tuin. Por supuesto, los filósofos han discutido durante años el tema del destino hacia el que se dirige Gran A’Tuin, y a menudo han manifestado su miedo a no averiguarlo jamás. Pues lo van a averiguar dentro de un par de meses. Y entonces sí que tendrán miedo de verdad… Otra cosa que ha preocupado durante siglos a los filósofos más imaginativos del Disco es la cuestión del sexo de Gran A’Tuin, y han invertido mucho tiempo y trabajo en tratar de descubrirlo de una vez por todas. De hecho, mientras la enorme forma vaga como un gigantesco cepillo de concha, los resultados del último trabajo acaban de aparecer.


El caparazón bronceado del Viajero Viril cae completamente fuera de control: es una especie de nave espacial neolítica construida y lanzada por el borde por los sacerdotes-astrónomos de Krull, ciudad convenientemente situada en la mismísima Periferia del Disco. En estos momentos, la nave está demostrando contra ciertas teorías que sí existe la caída libre. Dentro de la nave viaja Dosflores, el primer turista del Disco. Acaba de pasar algunos meses explorándolo, y en estos momentos lo abandona rápidamente por motivos bastante complicados pero que tienen que ver con un intento de huida de Krull. El intento ha sido un éxito al mil por cien. Pero, aunque todas las pruebas indican que probablemente será también el último turista del Disco, está disfrutando con el paisaje. Cayendo en picado a unos tres kilómetros por encima de él está Rincewind el mago, vestido con lo que en el Disco pasa por ser un traje espacial. Imaginadlo como un equipo de buzo diseñado por hombres que no han visto un mar en su vida. Hasta hace seis meses, Rincewind era un mago fracasado completamente normal. Conoció a Dosflores, fue contratado como guía por un salario extravagante, y desde entonces se ha pasado la mayor parte del tiempo recibiendo golpes, aterrorizado, perseguido, colgando de lugares elevados sin la menor esperanza de salvación o, como en este caso, cayendo desde lugares elevados sin la menor esperanza de salvación. No mira el paisaje porque toda su vida le pasa ante los ojos como un relámpago y no le deja ver nada. Acaba de descubrir por qué cuando te pones un traje espacial es vitalmente importante no olvidarte del casco. Se podrían decir muchas más cosas para explicar por qué caen por el borde del mundo, y por qué el Equipaje de Dosflores, que fue visto por última vez cuando intentaba seguirle con sus cientos de patitas, no es una maleta cualquiera…, pero esas cosas toman mucho tiempo y esfuerzo, más del que vale la pena invertir. Por ejemplo, se dice que en una fiesta alguien preguntó al famoso filósofo Ly Tin Malahierb «¿Qué haces aquí?», y que la respuesta duró tres años. Además, tiene mucha más importancia lo que está sucediendo arriba, muy por encima de A’Tuin, los elefantes y el mago que agoniza rápidamente. El mismísimo tejido espacio temporal está a punto de pasarlas canutas. El aire estaba aceitoso con el clásico tacto de la magia, y acre por el humo de las velas hechas con una cera negra cuyo origen concreto no investigaría nadie en sus cabales. Había algo muy extraño en aquella habitación oculta en los sótanos más profundos de la Universidad Invisible, el principal centro de enseñanza de magia en el Disco. Para empezar, parecía tener demasiadas dimensiones, no exactamente visibles, sino suspendidas en el aire justo un poco más allá del rabillo del ojo. Los muros estaban cubiertos de símbolos misteriosos, y la mayor parte del suelo quedaba ocupada por El Sello de Estasis de Ocho Pliegues, al que en los círculos mágicos se atribuía el mismo poder disuasor que a un ladrillo bien apuntado. El único mobiliario de la habitación consistía en un atril de madera oscura, tallada con la forma de un pájaro…, bueno, para ser sinceros, con la forma de algo alado que probablemente sería mejor no examinar muy de cerca. En el atril, unido a él por una pesada cadena llena de candados, había un libro. Un libro grande, pero no lo que se dice impresionante. Otros libros en la biblioteca de la universidad tenían cubiertas incrustadas de gemas preciosas y maderas fascinantes, o estaban encuadernados con piel de dragón. La encuadernación de éste era de cuero manoseado.

Parecía la clase de libro que en los catálogos de las bibliotecas ostenta la aclaración de «ligeramente maltratado por el tiempo», aunque en este caso habría sido más honrado decir que el tiempo le había aplicado el tercer grado. Unas abrazaderas metálicas lo mantenían cerrado. No eran de adorno, su única función era ser pesadas…, igual que la cadena, que no servía tanto para unir el libro al atril como para atarlo a él. Parecían obra de alguien que tuviera un objetivo bien claro en mente, y que se hubiera pasado la mayor parte de la vida fabricando arneses para elefantes. El aire se espesó y se agitó. Las páginas del libro empezaron a encresparse de una manera horrible, intencionada, y una luz azulada se derramaba entre ellas. El silencio de la habitación se endureció como un puño que alguien estuviera apretando poco a poco. Media docena de magos en camisón se turnaban para escudriñar por la mirilla de la puerta. No había hechicero que pudiera dormir mientras estaban teniendo lugar aquel tipo de cosas…, la acumulación de magia en bruto inundaba la universidad como una marea. —Bien —dijo una voz—, ¿qué pasa? ¿Por qué no he sido avisado? Galder Ceravieja, Gran Conjurador Supremo de la Orden de la Estrella de Plata, Señor Imperial del Sacro Cayado, Superiorísimo de Octavo Nivel y 304º Canciller de la Universidad Invisible, no era lo que se dice un espectáculo impresionante ni siquiera con su camisón rojo lleno de runas místicas bordadas a mano, ni con su largo gorro rematado por una borla, ni aun con la palmatoria de Mickey Mouse en la mano. Lo peor eran las zapatillas con pompón. Seis rostros atemorizados se volvieron hacia él. —Eh… fuiste avisado, señor —dijo uno de los magos menores. —Por eso estás aquí —añadió otro servicialmente. —Quiero decir que por qué no fui avisado antes —rugió Galder al tiempo que se abría paso a empujones hacia la mirilla. El aire de la habitación chisporroteaba ahora con pequeños relámpagos y motas de polvo incineradas por el flujo de magia bruta. El Sello de Estasis empezaba a chamuscarse y retorcerse por los bordes. El volumen en cuestión recibía el nombre de Octavo y, obviamente, no era un libro cualquiera. Por supuesto, hay muchos libros famosos de magia. La gente habla del Necroteleconomicón, con sus páginas hechas de antigua piel de lagarto. Otros mencionan el Libro del Viaje Astral sin Moverse de su Sillón, escrito por una secta lama misteriosa y bastante perezosa. Quizá algunos recuerden que el Grimorio Tronchante contiene, según se dice, el único chiste original que queda en el universo. Pero todos son simples panfletos comparados con el Octavo, que el Creador del Universo se olvidó aquí, con su despiste característico, tras completar su obra maestra. Los ocho hechizos encerrados en sus páginas llevaban una vida propia secreta y tirando a complicada, y era creencia común que… Galder frunció el ceño sin dejar de observar la problemática habitación. Claro que ahora sólo quedaban siete hechizos.

Un joven imbécil, un aprendiz de mago, había echado un vistazo al libro, y uno de los hechizos escapó y se instaló en su mente. Nadie consiguió averiguar cómo había sucedido. ¿Cómo se llamaba aquel idiota? ¿Winswand? Chispas octarinas y púrpura salpicaban su lomo. Una leve espiral de humo empezaba a brotar del atril, y las pesadas abrazaderas metálicas que mantenían el libro cerrado parecían más tensas de lo que sería conveniente. —¿Por qué están tan inquietos los hechizos? —preguntó uno de los magos más jóvenes. Galder se encogió de hombros. No podía mostrarlo, claro, pero empezaba a estar realmente preocupado. Como mago experto del octavo nivel, podía ver las formas semiimaginarias que aparecían momentáneamente en el aire vibrante, lisonjeando, llamando. De la misma manera que los mosquitos aparecen antes de una tormenta, las acumulaciones realmente importantes de magia siempre atraían cosas de las caóticas Dimensiones Mazmorra… Cosas desagradables, llenas de salivazos y órganos fuera de su Sitio, siempre buscando cualquier agujero por el que colarse en el mundo de los hombres [1] . Había que detener aquello. —Necesito un voluntario —dijo con voz firme. Se hizo un repentino silencio. El único sonido que se oía venía de detrás de la puerta. Era el desagradable ruidillo del metal al romperse bajo la presión. —Muy bien, de acuerdo —siguió—. En ese caso, necesitaré unas tenacillas de plata, un litro de sangre de gato, un látigo pequeño y una silla… Se dice que lo contrario del ruido es el silencio. Mentira. El silencio no es más que la ausencia de ruido. El silencio habría sido un barullo terrible comparado con la repentina implosión de sinruidez que golpeó a los magos con la potencia de un diente de león al explosionar. Una gruesa columna de luz chisporroteante brotó del libro, golpeó el techo lanzando una lluvia de llamas y desapareció. Galder alzó la vista hacia el agujero, haciendo caso omiso de las zonas humeantes en su barba. Lo señaló con gesto dramático. —¡A las bodegas superiores! —exclamó lanzándose hacia la escalera de piedra. Sacudiendo las zapatillas y haciendo ondular los camisones, el resto de los magos le siguieron, tropezando unos con otros en su precipitación por ser los últimos. De cualquier manera, todos llegaron a tiempo para ver la bola ígnea de potencial mágico desapareciendo en el techo de la habitación superior.

—Urgh —dijo el mago más joven señalando hacia el suelo. La habitación había sido parte de la biblioteca hasta que la magia pasó por ella, reorganizando violentamente las partículas de probabilidad en todo lo que encontró en su camino. Así que parecía razonable suponer que las pequeñas salamandras púrpura habían sido parte del suelo, y que las chirimoyas bien podrían haber sido libros. Y varios de los magos juraron más adelante que el pequeño orangután naranja sentado tristemente en medio de todo aquello se parecía mucho al bibliotecario jefe. Galder miró hacia arriba. —¡A la cocina! —aulló corriendo entre las chirimoyas hacia el siguiente tramo de escalera.

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