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La ley de la inocencia – Michael Connelly

Había sido un buen día para la defensa. Había conseguido que el acusado saliera libre de la sala de justicia. Ante el jurado, había convertido una acusación de agresión en un caso de legítima defensa. La supuesta víctima contaba con su propio historial de violencia, que testigos tanto de la acusación como de la defensa, entre ellos una exmujer, describieron de buena gana en el contrainterrogatorio. Asesté el golpe definitivo cuando volví a llamar al hombre al estrado y mi interrogatorio lo llevó al límite. Perdió la compostura y me amenazó; me dijo que le gustaría encontrarse conmigo en la calle, él y yo a solas. —¿Aseguraría, entonces, que fui yo el que lo atacó, como hizo con el acusado en este caso? —pregunté. El fiscal protestó y el juez admitió la protesta. Pero no hacía falta más. El juez lo sabía. El fiscal lo sabía. Todo el mundo en la sala lo sabía. Conseguí un veredicto de no culpable en menos de media hora de deliberación del jurado. No fue mi veredicto más rápido, pero poco le faltó. En el círculo informal de los abogados defensores del centro de Los Ángeles existe el deber sagrado de celebrar un veredicto de no culpabilidad como un golfista celebra un hoyo en uno en la sede del club. Es decir, copas para todos. Mi celebración tuvo lugar en el Redwood de la calle Dos, a solo unas manzanas del centro cívico, donde había nada menos que tres tribunales en los que conseguir participantes. El Redwood no era un club de campo, pero era adecuado. La fiesta —es decir, la barra libre— empezó temprano y terminó tarde, y cuando Moira, la camarera cubierta de tatuajes que había estado llevando la cuenta, me entregó la dolorosa, digamos que cargué mi tarjeta de crédito con más dinero del que recibiría del cliente al que acababa de poner en libertad. Había dejado el coche en un aparcamiento de North Broadway. Me puse al volante, giré a la izquierda al salir del aparcamiento y luego otra vez a la izquierda para volver a la calle Dos. Los semáforos me sonrieron y seguí por la misma vía hasta el túnel que pasaba por debajo de Bunker Hill. Estaba en medio del túnel cuando vi el reflejo de unas luces azules en las baldosas verdes manchadas de humo de las paredes. Miré en el retrovisor y vi un coche patrulla del Departamento de Policía de Los Ángeles detrás de mí. Puse el intermitente y me cambié al carril de vehículos lentos para dejarlo pasar, pero el coche patrulla me siguió al mismo carril y se acercó a menos de dos metros.


Entonces lo entendí. Me iban a parar. Esperé hasta salir del túnel y giré a la derecha en Figueroa. Me detuve, paré el motor y bajé la ventanilla. En el retrovisor lateral del Lincoln vi a un agente uniformado acercarse a mi puerta. No vi a nadie más en el coche patrulla. El agente que estaba trabajando solo. —¿Me permite su carnet de conducir, registro del vehículo y recibo del seguro, señor? —preguntó. Lo miré. En su chapa identificativa constaba el nombre de Milton. —Claro, agente Milton —dije—, pero ¿puedo preguntarle por qué me ha parado? Sé que no iba deprisa y todos los semáforos estaban en verde. —Carnet, registro y seguro —insistió Milton. —Bueno, supongo que ya me enteraré. El carnet está en el bolsillo interior de mi chaqueta. Lo demás está en la guantera. ¿Qué quiere ver primero? —Empecemos por su carnet. —Perfecto. Mientras sacaba la cartera y extraía el carnet de uno de sus apartados, consideré mi situación y me pregunté si Milton había estado vigilando el Redwood en busca de abogados que salieran de mi fiesta y posiblemente estuvieran demasiado alegres para conducir. Había oído rumores de que algunos policías de patrulla hacían eso en las noches en que había celebración de un veredicto de no culpabilidad y podían parar a abogados defensores por diversas infracciones de tráfico. Entregué a Milton mi carnet y abrí la guantera. El agente enseguida tuvo todo lo que había pedido. —¿Ahora va a decirme de qué se trata? —pregunté—. Sé que no he… —Salga del coche, señor —dijo Milton. —Oh, vamos, ¿en serio? —Por favor, salga del coche. —Como quiera.

Abrí la puerta del coche, forzando agresivamente a Milton a dar un paso atrás, y bajé. —Solo para que lo sepa —dije—, he pasado las últimas cuatro horas en el Redwood, pero no he tomado ni una gota de alcohol. No he tomado una copa en más de cinco años. —Enhorabuena. Por favor, póngase detrás de su vehículo. —Asegúrese de que tiene la cámara encendida, porque esto va a ser embarazoso. Pasé a su lado para situarme detrás del Lincoln y me quedé ante los faros del coche patrulla detenido tras él. —¿Quiere que camine en línea recta? —dije—. ¿Que cuente hacia atrás, que me toque la nariz con el dedo? ¿Qué? Soy abogado, me conozco todos los trucos y este es muy malo. Milton me siguió y se unió a mí detrás de mi coche. Era alto y delgado, blanco, y llevaba el pelo muy corto en los lados. Vi la placa de la Metro Division en su hombro y cuatro galones en las mangas. Sabía que daban uno por cada cinco años de servicio. Era un veterano de Metro. —¿Se da cuenta de por qué lo he parado, señor? —dijo—. Su coche no tiene matrícula. Miré el parachoques trasero del Lincoln. No había placa de matrícula. —Maldita sea —dije—. Uh… Será una broma. Estábamos de celebración; he ganado un caso hoy y he conseguido la libertad de mi cliente. Es una matrícula personalizada y uno de esos tipos ha debido de pensar que sería gracioso robarme la placa. Traté de pensar en quién había salido del Redwood antes que yo, en quién habría pensado que eso era gracioso. Daly, Mills, Bernardo… Podía haber sido cualquiera. —Mire en el maletero —dijo Milton—.

Podría estar ahí. —No, necesitarían una llave para ponerla en el maletero —dije—. Voy a hacer una llamada para ver si puedo… —Señor, no va a hacer ninguna llamada hasta que terminemos aquí. —Eso no cuela. Conozco la ley. No estoy detenido, puedo hacer una llamada. Hice una pausa para ver si Milton subía la apuesta. Me fijé en la cámara que llevaba en el pecho. —Tengo el teléfono en el coche —dije. Empecé a volver hacia la puerta abierta. —Señor, alto ahí —dijo Milton detrás de mí. Me volví. —Qué. El agente encendió una linterna y enfocó el haz de luz al suelo, detrás del coche. —¿Eso es sangre? —preguntó. Volví atrás y miré el asfalto resquebrajado. La linterna del agente estaba enfocando una mancha de líquido debajo del parachoques de mi coche. Era granate en el centro y casi traslúcida en los bordes. —No lo sé —dije—. Pero, sea lo que sea, ya estaba ahí. No… Justo cuando lo decía, ambos vimos que otra gota caía del parachoques y golpeaba el asfalto. —Señor, abra el maletero, por favor —me pidió Milton al tiempo que se guardaba la linterna en una funda en el cinturón. En mi mente se precipitaron preguntas muy diversas, que empezaban por lo que había en el maletero y terminaban por si Milton tenía causa probable para abrirlo si me negaba. Otra gota de lo que supuse que era alguna clase de fluido corporal cayó en el asfalto. —Póngame la multa por la matrícula, agente Milton —dije—.

Pero no voy a abrir el maletero. —Señor, en ese caso voy a tener que detenerlo —dijo Milton—. Coloque las manos en el maletero. —¿Detenerme? ¿Por qué? No he… Milton me agarró y me hizo girar hacia el coche. Cargó todo su peso en mí y me dobló sobre el maletero. —¡Eh! No puede… Primero me puso un brazo a la espalda y luego el otro, para esposarme. Luego me agarró por la parte posterior del cuello de la camisa y la chaqueta y me apartó del coche. —Está detenido —dijo. —¿Por qué? —dije—. No puede sin… —Por su seguridad y por la mía voy a meterlo en la parte de atrás del coche patrulla. Me agarró del codo para hacerme dar la vuelta otra vez y me condujo a la puerta posterior derecha del coche. Me puso la mano encima de la cabeza y me empujó hacia el asiento de plástico. Luego se inclinó para abrocharme el cinturón. —Sabe que no puede abrir el maletero —dije—. No tiene causa probable. No sabe si eso es sangre ni si procede del interior del coche. Podría haber pisado algo. Milton salió del coche y me miró. —Circunstancias perentorias —dijo—. Podría haber alguien ahí que necesita ayuda. Cerró la puerta de golpe. Observé que volvía a mi Lincoln y estudiaba el maletero en busca de algún mecanismo de apertura. Al no encontrar ninguno, fue a la puerta abierta del conductor y metió el brazo para sacar las llaves. Abrió el maletero con el mando a distancia y se quedó a un lado, por si alguien salía disparando. Se abrió el portón trasero y se encendió una luz interior.

Milton la complementó con su propia linterna y se movió de izquierda a derecha, caminando de lado y manteniendo la atención y el haz de luz en el contenido del maletero. Desde mi ángulo en la parte de atrás del coche patrulla, no podía ver el maletero, pero, por la forma en que estaba maniobrando Milton y doblándose para ver más de cerca, sabía que había algo. Milton inclinó la cabeza para hablar por el micrófono de la radio que llevaba en el hombro y luego hizo una llamada. Probablemente para solicitar refuerzos. Probablemente una unidad de homicidios. No me hacía falta ver el maletero para saber que Milton había encontrado un cadáver. 2 Domingo, 1 de diciembre Edgar Quesada estaba sentado a mi lado en una mesa de la sala comunitaria mientras yo leía las últimas páginas de la transcripción de su juicio. Me había pedido que revisara el expediente de su caso como un favor, con la esperanza de que yo pudiera ver algo que lo ayudara en su situación. Estábamos en el módulo de alta seguridad de la prisión Twin Towers del centro de Los Ángeles. Era allí donde los reclusos se mantenían en régimen de aislamiento mientras esperaban juicio o, como en el caso de Quesada, sentencia para prisión estatal. Era la tarde del primer domingo de diciembre y hacía frío en la cárcel. Quesada llevaba calzoncillos largos debajo de su mono azul y las mangas bajadas hasta las muñecas. Estaba en un entorno familiar. Había recorrido ese camino antes y lucía tatuajes que daban fe de ello. Era un miembro de tercera generación de la banda White Fence, de Boyle Heights, con mucha tinta, lo que afirmaba su lealtad a la banda y a la mafia mexicana, la banda más grande y más poderosa en los calabozos y sistemas penitenciarios de California. Según los documentos que había estado leyendo, Quesada iba conduciendo el coche en el que iban otros dos miembros de White Fence cuando estos dispararon su arma automática y atravesaron los escaparates de una bodega en East First Street, donde el propietario llevaba dos semanas de retraso en el pago de impuestos con los que White Fence había estado extorsionándolo durante casi veinticinco años. Los que dispararon apuntaron alto, porque el ataque pretendía ser una advertencia. Sin embargo, una bala rebotada le perforó la parte superior de la cabeza a la nieta del propietario de la bodega, que estaba agachada detrás del mostrador. Se llamaba Marisol Serrano. Murió al instante, según el testimonio del forense que leí. Ningún testigo del crimen identificó a los que dispararon. Eso habría sido un ejercicio de valentía fatal. Sin embargo, una cámara de tráfico captó la matrícula del coche fugado. Se descubrió que correspondía a un vehículo robado del aparcamiento de larga estancia de la vecina Union Station. Y las cámaras de allí habían captado un atisbo del ladrón: Edgar Quesada.

Su juicio solo duró cuatro días y fue condenado por conspiración para cometer asesinato. Al cabo de una semana, Quesada recibió una sentencia que lo enfrentaba a un mínimo de quince años en prisión, con la perspectiva de muchos más. Todo porque iba al volante en un tiroteo de advertencia que terminó en asesinato. —¿Y? —dijo Quesada cuando yo pasé la última página. —Bueno, Edgar —dije—, creo que estás jodido. —Tío, no me digas eso. ¿No hay nada? ¿Nada en absoluto? —Siempre puedes hacer algo. Pero las posibilidades son escasas, Edgar. Diría que tienes más que suficiente aquí para una moción de AIC, pero… —¿Qué es eso? —Asistencia letrada ineficaz. Tu abogado se quedó de brazos cruzados todo el juicio. Dejó pasar una y otra vez la oportunidad de protestar. Dejó que el fiscal… Bueno, ¿ves esta página? Volví a la transcripción de una página de la que había doblado la esquina superior. —Aquí el juez incluso dice: «¿Va a protestar, señor Seguin, o tengo que seguir haciéndolo por usted?». Eso no es un buen trabajo en un juicio, Edgar, y podrías tener una oportunidad de probarlo, pero esta es la cuestión: como mucho ganas la moción y consigues otra oportunidad, pero eso no cambia la prueba. Sigue siendo la misma prueba y con el siguiente jurado caerás otra vez, aunque tengas un abogado nuevo que sepa mantener al fiscal en su sitio. Quesada negó con la cabeza. No era mi cliente, así que no conocía todos los detalles de su vida, pero tenía unos treinta y cinco años y se enfrentaba a mucho tiempo encerrado. —¿Cuántas condenas tienes? —pregunté. —Dos —dijo. —¿Delitos graves? Quesada asintió y yo no tuve que decir nada más. Mi evaluación original se mantenía. Estaba jodido. Probablemente pasaría el resto de su vida entre rejas. A menos… —Sabes por qué te tienen aquí en alta seguridad en lugar de en el módulo de bandas, ¿no? —dije—. Cualquier día te sacarán de aquí, te meterán en una sala y te harán la gran pregunta.

¿Quién estaba contigo en el coche ese día? Hice un gesto hacia el grueso fajo de hojas de la transcripción. —Aquí no hay nada que te ayude —dije—. Lo único que puedes hacer es conseguir un acuerdo para reducir la condena dando los nombres. Dije la última parte susurrando. Pero Quesada no respondió con tanta calma. —¡Eso es ridículo! —gritó. Miré la ventana alta de espejo de la sala de control, aunque sabía que no podía ver nada al otro lado. A continuación, miré a Quesada y vi que empezaban a latirle las venas en el cuello, incluso debajo del collar de lápidas que llevaba tatuado. —Calma, Edgar —dije—. Me pediste que mirara tu expediente y eso es justo lo que estoy haciendo. No soy tu abogado. La verdad es que deberías hablar con él sobre… —No puedo acudir a él —dijo Quesada—. Haller, no sabes un carajo. Lo miré y finalmente lo comprendí. Su abogado estaba controlado por la misma gente a la que tendría que delatar: White Fence. Acudir a él casi con seguridad resultaría en la preparación del apuñalamiento de un chivato urdido por la mafia mexicana, tanto si estaba en el módulo de alta seguridad como si no. Se decía que la eMe, como se la conocía de manera más informal, podía llegar a cualquiera en cualquier centro de reclusión de California. Me salvó la campana, literalmente. Sonó la sirena de advertencia que indica que quedan cinco minutos para acostarse. Quesada se estiró por encima de la mesa y cogió bruscamente sus documentos. Había terminado conmigo. Se levantó mientras ajustaba las páginas sueltas en una pila ordenada. Sin decir ni gracias ni mandarme a la mierda, se dirigió a su celda. Y yo me dirigí a la mía. 3 A las ocho de la noche la puerta de acero de mi celda se cerró, deslizándose automáticamente con un ruido metálico que me sacudió todo el cuerpo.

Cada noche ese ruido me pasaba por encima como un tren. Llevaba cinco semanas encerrado y era algo a lo que no me acostumbraba y a lo que no quería acostumbrarme. Me senté en el colchón de siete centímetros de grosor y cerré los ojos. Sabía que la luz del techo permanecería encendida una hora más y necesitaba aprovechar ese tiempo, pero era mi ritual. Tratar de eliminar todos los sonidos bruscos y miedos. Recordarme quién seguía siendo. Padre y abogado, pero no un asesino. —Has cabreado mucho a Quesada. Abrí los ojos. Era Bishop, desde la celda de al lado. Había una rejilla de ventilación en lo alto de la pared que separaba nuestras celdas. —No era mi intención —dije—. Supongo que la próxima vez que alguien de aquí necesite un abogado simplemente pasaré. —Buen plan —dijo Bishop. —¿Y tú dónde estabas, por cierto? Estaba a punto de llegar la hora de matar al mensajero. He mirado a mi alrededor y ni rastro de Bishop. —No te preocupes, tío, te tenía cubierto. Estaba mirando desde la barandilla. Te cubría las espaldas. Pagaba cuatrocientos dólares a la semana a Bishop en concepto de protección, una cantidad entregada en efectivo a su novia y madre de su hijo en Inglewood. Su protección se extendía a través del cuadrante del octógono de alta seguridad donde nos alojábamos: dos plantas, veinticuatro celdas individuales, con otros veintidós reclusos que presentaban para mí distintos niveles de amenaza conocida y desconocida. Mi primera noche, Bishop me ofreció protegerme o hacerme daño. No negocié. Normalmente, él se quedaba cerca cuando yo estaba en la sala de estar comunitaria, pero no lo vi en la barandilla del pasillo de la segunda planta cuando le di a Quesada la mala noticia sobre su caso. Sabía muy poco de Bishop, porque en la cárcel no se hacen preguntas.

Su piel negro oscuro ocultaba los tatuajes hasta el punto de preguntarme por qué se los había hecho. Pero distinguí las palabras VIDA CRIP en los nudillos de las manos. Busqué bajo la cama la caja de cartón que contenía los documentos de mi propio caso. Examiné primero las gomas. Había envuelto las cuatro pilas de documentos con dos bandas cada una, una horizontal y otra vertical, que se cruzaban en puntos determinados de la hoja superior. Eso me decía si Bishop o alguien había fisgoneado entre mis cosas. Tuve un cliente al que casi lo condenaron por asesinato en primer grado porque un chivato de la prisión había tenido acceso a los expedientes de su celda y había leído lo suficiente del material de revelación de pruebas como para urdir una confesión falsa pero convincente que aseguraba que le había hecho mi cliente. Lección aprendida. Preparé la trampa de las gomas y así si alguien miraba mis papeles lo sabría. Esa vez era yo el que se enfrentaba a una acusación de asesinato en primer grado e iba pro se, defendiéndome a mí mismo. Sabía lo que había dicho Lincoln y probablemente muchos otros hombres sabios antes y después que él. Tal vez tenía un loco por cliente, pero no me veía poniendo mi futuro en otras manos que no fueran las mías. Así pues, en el caso del estado de California contra J. Michael Haller, la sala de operativos de la defensa era la celda 13, nivel K10 de la penitenciaría Twin Towers. Saqué mi paquete de mociones de la caja y retiré las gomas después de confirmar que nadie había tocado los documentos. Había una vista de mociones programada para la mañana siguiente y quería prepararme. Tenía tres peticiones ante la sala, la primera de las cuales era una moción para reducir la fianza. Se había establecido durante la acusación formal en cinco millones de dólares, ya que la fiscal había argumentado con éxito que no solo existía riesgo de fuga, sino que yo constituía una amenaza para los testigos del caso, porque conocía el funcionamiento interno del sistema de justicia local como la palma de mi mano. No ayudaba que el juez encargado de la vista fuera el honorable Richard Rollins Hagan, cuyos fallos en juicios anteriores yo había logrado que se revocaran dos veces en apelación. Me la tenía jurada y estuvo de acuerdo con la solicitud de la fiscalía de más que duplicar la fianza recomendada por la normativa: dos millones de dólares por asesinato en primer grado.

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