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La Citación – John Grisham

El señor Atlee, un hombre mayor y muy enfermo, vive solo en la casa familiar de Clanton, Mississippi. Había sido un juez temido y apreciado que había estado por encima de la ley y la política local durante cuarenta años. Ahora casi se ha vuelto un recluso. Al ver de cerca su fin, el juez Atlee manda llamar a su hijo Ray, un profesor de Derecho en la Universidad de Virginia, para acordar los detalles de la herencia. Su hijo se encamina, reticente, hacia el sur, pero el encuentro familiar no tiene lugar. El juez muere demasiado pronto. Y con ello, deja tras de sí un secreto sorprendente que solo llega a conocer Ray. Y quizá alguien más.


 

La Citación llegó por correo ordinario, el anticuado sistema de siempre, pues el Juez tenía casi ochenta años y desconfiaba de los métodos modernos. Nada de correos electrónicos, ni siquiera faxes. No utilizaba contestador automático y jamás le había gustado demasiado el teléfono. Escribía sus cartas a máquina con dos dedos, una tenue letra cada vez, encorvado sobre su vieja Underwood manual colocada encima de un escritorio de tapa corrediza bajo un retrato de Nathan Bedford Forrest, el famoso general confederado de la guerra de Secesión. El abuelo del Juez había combatido con Forrest en Shiloh y en todo el Profundo Sur y, para él, ninguna figura histórica era más digna de reverencia. A lo largo de treinta y dos años, el Juez no había celebrado juicios el día 13 de julio, fecha del cumpleaños de Forrest. Llegó junto con otra carta, una revista y dos facturas, y como de costumbre se habían dejado al profesor Ray Atlee en su buzón de la Facultad de Derecho. La reconoció de inmediato, puesto que aquellos sobres formaban parte de su vida desde que alcanzaba su memoria. Era de su padre, un hombre a quien también él llamaba el Juez. El profesor Atlee estudió el sobre sin saber si abrirlo inmediatamente o bien esperar un poco. La noticia podía ser buena o mala, con el Juez eso jamás se sabía, a pesar de que el viejo se estaba muriendo y las buenas noticias no abundaban. A juzgar por el escaso volumen del sobre, sólo contenía una hoja de papel, lo cual tampoco era insólito. El Juez era muy parco en palabras cuando se trataba de escribir, por más que antaño fuera famoso por sus pomposos discursos desde los estrados de los tribunales. Era una carta de carácter profesional, de eso estaba seguro. El Juez no era aficionado a las charlas intrascendentes y aborrecía los chismes y las conversaciones ociosas, tanto escritas como habladas. Tomar un té helado con él en el porche significaba revivir la guerra de Secesión, probablemente en Shiloh, donde él culparía una vez más de la derrota de la Confederación a las lustrosas e intactas botas del general Pierre G. T Beauregard, un hombre al que seguiría odiando incluso en el cielo, si por casualidad ambos se veían allí.


No tardaría en morir. Tenía setenta y nueve años y un cáncer de estómago. Padecía un exceso de peso, era diabético y fumador empedernido de pipa, su maltrecho corazón había sobrevivido a tres infartos y le abrumaban toda una serie de achaques de menor consideración que llevaban veinte años atormentándolo y que no tardarían en acabar con él. Durante la última conversación telefónica que mantuvo con él tres semanas atrás, una llamada efectuada por Ray porque el Juez consideraba que las llamadas interurbanas eran un derroche, el viejo se había mostrado débil y agotado. Habían conversado durante menos de dos minutos. La dirección del remitente estaba impresa en relieve dorado: Juez de Equidad Reuben V Atlee, distrito Veinticinco de Equidad, Palacio de justicia del condado de Ford, Clanton, Misisipí. Ray introdujo el sobre en la revista y echó a andar. Reuben Atlee y a no ocupaba el cargo de Juez de equidad. Los votantes lo habían retirado nueve años atrás, una amarga derrota de la cual jamás se recuperaría. Treinta y dos años de diligente servicio a su comunidad y lo habían echado en favor de un hombre más joven que se anunciaba en la radio y la televisión. El Juez se había negado a hacer campaña. Alegaba que tenía demasiado trabajo y, sobre todo, que la gente ya le conocía y si quería reelegirle, lo haría. Muchos habían considerado arrogante su estrategia. Ganó en el condado de Ford, pero fue derrotado en los otros cinco. Tardaron tres años en echarle del Palacio de justicia. Su despacho del segundo piso había sobrevivido a un incendio y se había saltado dos reformas. El Juez no había permitido que lo tocaran ni la pintura ni los martillos. Cuando los supervisores del condado lograron que se marchara con la amenaza del desalojo, embaló en varias cajas los inútiles archivos, las notas y los polvorientos libros correspondientes a tres décadas, se lo llevó todo a casa y lo almacenó en su estudio. Cuando el estudio estuvo lleno, amontonó los documentos en los pasillos, en el comedor e incluso en el recibidor. Ray saludó con la cabeza a un alumno sentado en el vestíbulo. En el exterior de su despacho habló con un colega. Una vez dentro, cerró la puerta y dejó las cartas en el centro de su escritorio. Se quitó la chaqueta, la colgó detrás de la puerta, pasó por encima de un montón de gruesos volúmenes jurídicos, sobre los cuales llevaba medio año pasando, y después se formuló a sí mismo la cotidiana promesa de poner un poco de orden. La habitación medía tres metros y medio por cuatro y medio, y disponía de un pequeño escritorio y un pequeño sofá, ambos cubiertos por documentos suficientes como para que Ray pareciera un hombre muy ocupado. Sin embargo, no lo estaba.

En el semestre de primavera estaba enseñando a los alumnos una parte de la ley antimonopolio. También debería estar escribiendo un libro, otro aburrido y pesado volumen sobre el tema de los monopolios que nadie leería pero contribuiría en gran manera a embellecer su currículum. Era profesor numerario, pero, como todos los profesores serios, estaba gobernado por la máxima de la vida académica, según la cual uno tenía que « publicar o morir» . Se sentó a su escritorio y apartó unos papeles. El sobre estaba dirigido al profesor N. Ray Atlee, Universidad de Virginia, Facultad de Derecho, Charlottesville, Virginia. Las es y las os estaban tiznadas. La cinta de la máquina habría tenido que cambiar diez años atrás. El Juez tampoco confiaba en los códigos postales. La N correspondía a Nathan, por el general, pero pocas personas lo sabían. La causa de una de las discusiones más violentas entre ambos había sido la decisión del hijo de prescindir por completo de este nombre e ir por la vida simplemente como Ray. El Juez siempre enviaba sus cartas a la Facultad de Derecho, jamás al apartamento de su hijo en el centro de Charlottesville. Al Juez le gustaban los títulos y las direcciones importantes, y quería que la gente de Clanton, incluso los funcionarios de correos, supieran que su hijo era profesor de Derecho. No era necesario. Ray se dedicaba a la docencia (y la escritura) desde hacía trece años y todos los que pintaban algo en el condado de Ford estaban al corriente de ello. Abrió el sobre y desdobló la única hoja que contenía. Ésta también llevaba ostentosamente impreso en relieve el nombre del Juez y su antiguo cargo y dirección, una vez más sin el código postal. Probablemente el viejo disponía de una cantidad ilimitada de papel de escribir. Estaba dirigida a Ray y a su hermano menor Forrest, los únicos vástagos de un mal matrimonio que había terminado en 1969 con la muerte de su madre. Como siempre, el mensaje era muy breve: Por favor, tomad las disposiciones necesarias para estar en mi estudio el domingo 7 de mayo, a las cinco de la tarde, a fin de discutir los detalles de la administración de la testamentaría de mis bienes. Sinceramente, REUBEN V. ATLEE La firma se había encogido y parecía un poco trémula e insegura. Durante años aquella firma había figurado en órdenes y decretos que habían cambiado el curso de incontables vidas. Sentencias de divorcio, custodias de hijos, anulación de derechos paternos, adopciones. Ordenes que resolvían problemas testamentarios, contiendas electorales, disputas sobre tierras, discusiones sobre anexiones territoriales.

La firma del Juez había causado respeto y representado la autoridad; ahora se había convertido en un garabato vagamente conocido de un anciano muy enfermo. Pese a ello, Ray sabía que acudiría al estudio de su padre a la hora señalada. Había sido citado y, por mucho que le molestara, no le cabía la menor duda de que él y su hermano se presentarían ante Su Señoría para escuchar un nuevo sermón. Era típico del Juez elegir el día que a él más le convenía sin consultar con nadie. El Juez, tal vez como la mayoría de los jueces, tenía por costumbre fijar las fechas de las vistas y las audiencias sin la menor consideración hacia los demás. Semejante dureza era precisa cuando uno tenía que cumplir apretadas agendas, litigantes reacios a acatar las disposiciones, abogados ocupados o letrados holgazanes. Pero el Juez había dirigido su familia prácticamente con el mismo criterio con que había dirigido su sala de justicia, lo cual era una de las principales razones de que Ray Atlee estuviera enseñando Derecho en Virginia y no ejerciendo su profesión en Misisipí. Ray releyó la convocatoria y después la dejó sobre el montón de asuntos pendientes. Se acercó a la ventana y contempló el patio donde todas las plantas estaban en flor. No se sentía irritado ni indignado, simplemente molesto por el hecho de que su padre siguiera gobernando su vida a su antojo. Pero el viejo se estaba muriendo, pensó. Démosle una oportunidad. Ya no habría muchos más viajes a casa. Los bienes del Juez constituían todo un misterio. El principal activo era la casa, una propiedad de segunda mano de antes de la guerra de Secesión, perteneciente al mismo Atlee que había combatido con el general Forrest. En una umbrosa calle de la vieja Atlanta valdría más de un millón de dólares, pero no en Clanton. Se levantaba en el centro de dos hectáreas y media de terreno a tres manzanas de la plaza de la ciudad. Los suelos estaban hundidos, el tejado presentaba goteras, la pintura no había tocado las paredes en toda la vida de Ray. Él y su hermano obtendrían tal vez cien mil dólares por ella, pero el comprador tendría que gastarse el doble para adecentarla. Ninguno de los dos quería vivir allí; de hecho, Forrest llevaba muchos años sin pisar el hogar familiar. La casa se llamaba Maple Run, la « Dehesa del Arce» , como si se tratase de una finca impresionante con personal de servicio y calendario social. El último empleado había sido Irene, la criada, fallecida cuatro años atrás. Desde entonces nadie había pasado la aspiradora ni encerado los muebles. El Juez pagaba veinte dólares semanales a un delincuente de la zona para que le cortara las malas hierbas, aunque realizaba el desembolso de muy mala gana. Ochenta dólares al mes eran un atraco, en su docta opinión.

Cuando Ray era pequeño, su madre se refería a su casa como Maple Run. Nunca organizaban cenas en su casa sino en Maple Run. Su dirección no era el domicilio de los Atlee en Fourth Street, sino Maple Run de Fourth Street. En Clanton no eran muchos los que tenían una casa con nombre. Murió de un aneurisma y la velaron sobre una mesa del salón de la parte anterior de la casa. Durante dos días, la ciudad desfiló por el porche principal antes de cruzar el vestíbulo y el salón para rendirle su último homenaje; luego todos entraban en el comedor a tomar un poco de ponche y unos pastelillos. Ray y Forrest se escondieron en la buhardilla, maldiciendo a su padre por el hecho de tolerar semejante espectáculo. La que yacía allí abajo era su madre, una hermosa joven, ahora pálida y rígida en el interior de un ataúd abierto. Forrest siempre la había llamado Maple Ruin. Los arces rojos y amarillos que antaño flanqueaban la calle habían muerto de no se sabía qué desconocida enfermedad. Los tocones podridos permanecían allí. Cuatro gigantescos robles daban sombra al césped de la parte anterior. Producían toneladas de hojarasca, demasiadas para que alguien la rastrillara y recogiera. Al menos dos veces al año los robles perdían una rama que caía con estrépito sobre algún lugar de la casa, de donde no siempre la retiraban. La casa seguía allí año tras año, década tras década, recibiendo golpes pero sin desplomarse jamás. Pese a todo, era todavía un bonito edificio de estilo georgiano con columnas, otrora un monumento en honor de sus constructores, pero ahora ya sólo un triste recordatorio de una familia en decadencia. Ray no quería tener nada que ver con ella. Para él, el lugar estaba lleno de recuerdos desagradables y cada visita lo deprimía profundamente. Jamás volvería a vivir en Clanton y estaba claro que no podía permitirse el lujo de mantener una propiedad que se hubiera tenido que derribar. Forrest la hubiera incendiado antes que conservarla. Sin embargo, el Juez quería que Ray se quedara con la casa y la conservara en la familia. Ray jamás se había atrevido a preguntar: « ¿Qué familia?» . Él no tenía hijos. Tenía una exesposa, pero no era probable que tuviera otra. Lo mismo cabía decir de Forrest, sólo que éste tenía dos exesposas y una vertiginosa colección de exnovias.

En ese momento mantenía una relación con Ellie, una pintora y ceramista de ciento cincuenta kilos, doce años may or que él. Era un milagro biológico que Forrest no hubiera engendrado ningún hijo, pero, hasta aquel momento, no se le había descubierto ninguno. El linaje de los Atlee estaba tocando triste e inevitablemente a su fin, lo cual a Ray le importaba un bledo. Él vivía para sí mismo, no por su padre o por el glorioso pasado familiar. Sólo regresaba a Clanton para los entierros. Jamás se había hablado de las demás propiedades del Juez. La familia Atlee había sido muy rica en otros tiempos, pero eso fue mucho antes de que Ray naciera. Tenían tierras, algodón, esclavos, ferrocarriles y bancos, además de dedicarse a la política: la habitual cartera de valores de las familias sureñas que, en términos monetarios, no significaba nada a finales del siglo XX, aunque otorgaba a los Atlee la categoría de « gente adinerada» . A la edad de diez años, Ray ya sabía que su familia tenía dinero. Su padre era Juez y su casa tenía nombre, lo cual en el Misisipí rural significaba que era francamente rico. Antes de morir, su madre se esforzó por convencer a Ray y a Forrest de que eran mejores que la mayoría de la gente. Vivían en una mansión. Eran presbiterianos. De vez en cuando iban a cenar al Peabody Hotel de Memphis. La ropa que vestían era más bonita. Más adelante, Ray fue aceptado en la Universidad de Stanford. La burbuja estalló cuando el Juez dijo con toda franqueza: —No puedo permitirme este lujo. —¿A qué te refieres? —le preguntó Ray. —Creo que está muy claro: no puedo permitirme el lujo de enviarte a Stanford. —No lo entiendo. —Pues te lo voy a explicar. Elige la universidad que prefieras; pero si vas a Sewanee, lo pagaré. Ray fue a Sewanee sin el equipaje de una familia adinerada y su padre le costeó la manutención mediante una asignación que apenas le alcanzaba para la matrícula, los libros, el alojamiento y la cuota de la asociación estudiantil. La Facultad de Derecho estaba en Tulane, donde Ray sobrevivió trabajando de camarero en un bar de comidas marineras del Barrio Francés. Durante treinta y dos años, Atlee había ganado un sueldo de Juez de equidad, el cual figuraba entre los más bajos del país.

Cuando estaba en Tulane, Ray había leído un informe acerca de la remuneración de los jueces y averiguó con tristeza que los jueces de Misisipí ganaban cincuenta y dos mil dólares al año contra el promedio nacional de noventa y cinco mil. El Juez vivía solo, pasaba muy poco tiempo en casa, no tenía vicios exceptuando la pipa y prefería el tabaco barato. Conducía un viejo Lincoln, comía alimentos de mala calidad pero en considerables cantidades, y vestía los mismos trajes negros que llevaba desde los años cincuenta. Su vicio era la beneficencia. Ahorraba dinero y después lo regalaba. Nadie sabía cuánto dinero donaba anualmente el Juez. Un diez por ciento iba a parar automáticamente a la Iglesia presbiteriana. Sewanee le costaba dos mil dólares al año, al igual que los Hijos de los Veteranos de la Confederación. Estos tres donativos eran inamovibles. Los demás, no. El Juez Atlee daba a todos los que le pedían. Un niño tullido que necesitaba unas muletas. Un equipo de primeras figuras que tenía que participar en una competición de ámbito estatal. Una iniciativa del Rotary Club para vacunar a los bebés del Congo. Un refugio para perros y gatos en el condado de Ford. Un tejado nuevo para el único museo de Clanton. La lista era interminable y lo único que se necesitaba para recibir un cheque era escribir una breve carta de solicitud. El Juez Atlee siempre enviaba dinero y lo llevaba haciendo desde que Ray y Forrest se independizaron. Ray se lo imaginó ahora perdido entre el desorden y el polvo de su escritorio de tapa corredera, tecleando breves notas en su Underwood e introduciéndolas en sus sobres de Juez de equidad con unos cheques casi ilegibles del First National Bank de Clanton… cincuenta dólares por aquí, cien dólares por allá, un poco para todo el mundo hasta agotarlo todo. La testamentaría no sería complicada porque habría muy poco que inventariar. Los vetustos libros jurídicos, los desvencijados muebles, las dolorosas fotografías familiares y los recuerdos, los archivos y papeles largo tiempo olvidados… un montón de basura con la que se podría formar una hoguera impresionante. Él y Forrest venderían la casa al mejor postor y se darían por satisfechos si conseguían aprovechar el poco dinero que quedara de la familia Atlee. Hubiera tenido que telefonear a Forrest, pero semejantes llamadas eran siempre muy fáciles de aplazar. Forrest planteaba toda una serie de cuestiones y problemas muy distintos y mucho más complicados que los de un moribundo y solitario progenitor empeñado en regalar su dinero. Forrest era un desastre viviente y ambulante, un niño de treinta y seis años cuy a mente se había embotado por efecto de todas las sustancias legales e ilegales conocidas en la cultura americana.

Menuda familia, murmuró Ray para sus adentros. Fijó en el tablón de anuncios la anulación de su clase de las once y se fue a la terapia. 2 Verano en el Piedmont, serenos y despejados cielos, con unas estribaciones montañosas cada día más verdes mientras el valle de Shenandoah cambiaba de aspecto a medida que los campesinos trazaban sus impecables surcos. Habían anunciado lluvias para el día siguiente, aunque ninguna predicción meteorológica era digna de crédito en el centro de Virginia. Con casi trescientas horas de vuelo, Ray empezaba cada jornada con un ojo puesto en el cielo mientras corría sus ocho kilómetros. Podía correr con lluvia o con sol, pero no volar. Se había prometido a sí mismo (y a su compañía de seguros) que no volaría de noche ni se adentraría en las nubes. El noventa y cinco por ciento de todos los accidentes de pequeños aparatos ocurría con mal tiempo o durante la noche y, después de casi tres años de práctica, Ray seguía empeñado en ser un cobarde. « Hay viejos pilotos y pilotos audaces —decía el adagio—, pero no viejos pilotos audaces» . Él creía en ese dicho a pies juntillas. Además, la zona central de Virginia era demasiado hermosa para sobrevolarla estando nublado. Él esperaba el tiempo ideal, cuando el viento no lo empujaba dificultándole los aterrizajes, cuando la bruma no oscurecía el horizonte y lo podía inducir a extraviarse, cuando no había la menor amenaza de tormenta o lluvia. Los cielos despejados durante su carrera matinal determinaban el resto de su jornada. Podía cambiar la hora del almuerzo, anular una clase, aplazar sus investigaciones a un día de lluvia o a una semana de lluvia en caso necesario. En cuanto se producía una previsión apropiada, Ray se largaba al aeródromo. Estaba al norte de la ciudad, a quince minutos por carretera de la Facultad de Derecho. En la Academia de Aeronáutica Docker, solía recibir el rudo saludo de Dick Docker, Charlie Yates y Fog Newton, los tres pilotos retirados que eran propietarios de la academia y habían entrenado a casi todos los pilotos particulares de la zona. Celebraban diariamente su sesión en la Carlinga, una hilera de viejas butacas de teatro colocadas en el despacho de la parte anterior de la academia de aviación, donde bebían litros de café mientras contaban historias de vuelos y trolas cada vez más escandalosas a medida que transcurrían las horas. Todos los clientes y alumnos recibían la misma dosis de malos tratos verbales, tanto si les gustaba como si no: lo tomaban o lo dejaban, a ellos les daba igual, pues cobraban unas pensiones estupendas. La aparición de Ray dio lugar a una nueva tanda de chistes sobre abogados, ninguno de los cuales resultaba gracioso en especial, pero cuy os finales suscitaban indefectiblemente unas estentóreas carcajadas. —No me extraña que no tengas alumnos —comentó Ray mientras rellenaba los impresos. —¿Adónde vas? —preguntó Docker. —A abrir unos cuantos boquetes en el cielo. —Daremos aviso al control del tráfico aéreo. —Estáis demasiado ocupados para eso.

Tras haberse pasado diez minutos bromeando y rellenando los impresos del alquiler del aparato, Ray estuvo en condiciones de volar. Por ochenta dólares la hora podía alquilar un Cessna capaz de elevarle a más de un kilómetro y medio de la tierra, lejos de la gente, los teléfonos, el tráfico, los alumnos, las investigaciones y, aquel día en concreto, cada vez más lejos de su padre moribundo, su insensato hermano y el jaleo que lo esperaba cuando regresara a casa. En la pista general había lugar para treinta aparatos ligeros. Casi todos ellos eran pequeños Cessna con alas muy altas y trenes de aterrizaje fijos, todavía los aviones más seguros que jamás se hubieran fabricado. Al lado de su Cessna de alquiler había un Beech Bonanza, una belleza monomotor de doscientos caballos de potencia que Ray aprendería a manejar en un mes con un poco de entrenamiento. Volaba casi setenta nudos más rápido que el Cessna y disponía de dispositivos suficientes como para que a cualquier piloto se le cayera la baba. Para colmo de males, el Bonanza estaba en venta —cuatrocientos cincuenta mil dólares—, fuera de su alcance, pero por poco. El propietario era constructor de centros comerciales y quería un King Air, según los más recientes análisis efectuados en la Carlinga. Ray se apartó del Bonanza y se concentró en el pequeño Cessna que aguardaba a su lado. Como todos los pilotos inexpertos, inspeccionó cuidadosamente su aparato siguiendo el orden que figuraba en una lista de chequeo. Fog Newton, su instructor, iniciaba cada lección con un espeluznante relato de fuego y muerte causado por pilotos demasiado impacientes o perezosos como para seguir la lista de chequeo. Tras comprobar que todas las piezas y las superficies exteriores estaban en perfectas condiciones, abrió la portezuela y subió, abrochándose el cinturón de seguridad. El motor se puso suavemente en marcha y las radios cobraron vida. Terminó una maniobra de predespegue y llamó a la torre. Lo precedía el vuelo de un abonado diario, por lo que, a los diez minutos, cerró las portezuelas y recibió autorización para el despegue. Se elevó en el aire y giró al oeste, hacia el valle de Shenandoah. A doce mil metros de altura, sobrevoló el monte Afton, situado no mucho más abajo que él. Unos cuantos segundos de turbulencias zarandearon el aparato, pero no fue nada fuera de lo corriente. Una vez superadas las estribaciones montañosas y cuando y a se encontraba por encima de las alquerías, el aire se calmó. La visibilidad oficial era de treinta kilómetros, aunque, a aquella altitud, su vista alcanzaba hasta mucho más lejos. No tenía techo, ni una sola nube. A quince mil metros de altura, las cumbres de Virginia Occidental se elevaron lentamente en el horizonte. Ray completó todas las comprobaciones incluidas en una lista de chequeo a bordo, empobreció la mezcla de combustible para un crucero normal y se relajó por primera vez desde que rodó por la pista para situarse en posición para el despegue. El parloteo de la radio desapareció y y a no volvería a oírlo hasta que entrara en la zona de la torre de Roanoke, a sesenta kilómetros al sur. Decidió evitar Roanoke y permanecer en un espacio aéreo no controlado.

Ray sabía por experiencia personal que los psiquiatras cobraban doscientos dólares la hora en la zona de Charlottesville. Volar era mucho más barato y eficaz, aunque había sido precisamente un psiquiatra de mucho renombre quien le había sugerido que se buscara una nueva afición, y cuanto antes, mejor. Había estado visitando a aquel hombre porque necesitaba ver a alguien. Exactamente un mes después de que su esposa presentara la demanda de divorcio, dejara su trabajo y se largara de la casa que ambos habían compartido en la ciudad, llevándose tan sólo la ropa y las joyas, todo ello con despiadada eficiencia en menos de seis horas, Ray dejó al psiquiatra por última vez, entró dando tumbos en la Carlinga y recibió el primer improperio por parte de Dick Docker o de Fog Newton, no recordaba cuál de los dos. El insulto fue como un bálsamo: alguien se preocupaba por él. Siguieron otros, y Ray, a pesar de lo herido y confuso que se sentía, descubrió que había encontrado un hogar. Ahora ya llevaba tres años recorriendo los claros y solitarios cielos de las montañas del Blue Ridge y el valle de Shenandoah, calmando su cólera, derramando unas cuantas lágrimas y contándole su vida al asiento vacío de al lado. Ella se ha ido, le repetía el asiento hasta la saciedad. Algunas mujeres se van y después vuelven. Otras se van y se arrepienten amargamente. Otras se van con tanto descaro que jamás miran atrás. La desaparición de Vicki de su vida había sido tan bien planeada y su puesta en práctica se había llevado a cabo con tanta frialdad que el primer comentario del abogado de Ray había sido: « Déjalo correr, tío» . Ella había encontrado una oferta más conveniente, como los deportistas que cambian de equipo en el momento en que expira el plazo de su contrato. Aquí tienes la nueva camiseta, sonríe ante las cámaras y olvídate del otro fichaje. Una buena mañana, mientras Ray estaba en el trabajo, ella se fue en una limusina. La seguía una furgoneta con sus pertenencias. Veinte minutos más tarde entró en su nuevo hogar, la mansión de una finca de cría equina al este de la ciudad, donde Lew el Liquidador la estaba esperando con los brazos abiertos y un acuerdo prematrimonial. Lew era un tiburón de las finanzas cuy as incursiones le habían reportado más o menos quinientos millones de dólares, según había averiguado Ray, y a la edad de sesenta y cuatro años había cambiado sus fichas por dinero en efectivo, se había largado de Wall Street y, por alguna razón desconocida, había elegido Charlottesville para establecer su nuevo nido. En el transcurso de dicho proceso había conocido a Vicki, le había ofrecido un trato, la había dejado embarazada del hijo que Ray hubiera debido engendrar y, y a con una esposa tan decorativa como un florero y su nueva familia, quería convertirse en el nuevo Pez Gordo del lugar. « Ya basta» , dijo Ray en voz alta a mil quinientos metros de altura. Por supuesto, nadie le contestó. Suponía, y esperaba, que Forrest no estuviera bebido ni colocado, aunque semejantes suposiciones por lo general resultaran infundadas y semejantes esperanzas no solieran cumplirse. Después de veinte años de desintoxicaciones y recaídas, cabía dudar de que su hermano lograra superar sus adicciones. Ray estaba seguro de que Forrest no tendría ni un dólar, algo estrechamente relacionado con sus hábitos. Dada su situación económica, buscaría dinero y trataría de encontrarlo en el patrimonio de su padre en cuanto éste muriera.

Pero el dinero que el Juez no había destinado a obras benéficas, lo había arrojado al abismo sin fondo de la desintoxicación de Forrest. Había malgastado en ello no sólo muchos años sino también tanto dinero que prácticamente había excomulgado a Forrest de sus relaciones paterno-filiales, tal como sólo él hubiera podido hacer. Se había pasado treinta y dos años sentenciando separaciones matrimoniales, arrebatando hijos a padres, entregando niños a hogares adoptivos, alejando para siempre de sus hogares a enfermos mentales, enviando a padres delincuentes a la cárcel, imponiendo toda una serie de drásticas y trascendentales condiciones simplemente con su firma. Al principio de su carrera como Juez, la autoridad se la otorgaba el estado de Misisipí, pero, andando el tiempo, acabó aceptando únicamente las órdenes de Dios. Si alguien podía expulsar a un hijo, ése era el Juez de equidad Reuben V. Atlee. Forrest fingió no inmutarse ante su destierro. Se creía un espíritu libre y afirmaba llevar nueve años sin poner los pies en Maple Run. Una vez había visitado al Juez en el hospital, cuando éste sufrió un infarto que había inducido a los médicos a convocar a la familia. Sorprendentemente, en aquella ocasión estaba libre de sus vicios. —Cincuenta y dos días, hermano —le susurró orgullosamente a Ray mientras ambos aguardaban en el pasillo de la UCI. Cuando la desintoxicación funcionaba, Forrest parecía un marcador deportivo ambulante. Si el Juez hubiera tenido alguna intención de incluir a Forrest en su testamento, el más sorprendido habría sido el propio Forrest. Pero, ante la posibilidad de que el dinero o los bienes estuvieran a punto de cambiar de titular, Forrest acudiría en busca de todas las migajas y las sobras que lograra recoger. Cuando estaba sobrevolando el New River Gorge cerca de Beckley, Virginia Occidental, Ray dio media vuelta y regresó. A pesar de que el coste de los vuelos era inferior al de la terapia, tampoco es que fuera barato. El contador estaba en marcha. Si le tocara la lotería, se compraría el Bonanza y volaría a donde se le antojara. En cuestión de un par de años, podría disfrutar del año sabático que le correspondía, un respiro que le permitiría alejarse de los rigores de la vida académica. Pero su sueño era alquilar un Bonanza y perderse en el cielo. Cuando se hallaba a veinte kilómetros al este del aeródromo llamó a la torre de control y le facilitaron instrucciones para su entrada en el tráfico aéreo. El viento era ligero y variable, y el aterrizaje sería cosa de coser y cantar. Cuando estaba efectuando la última maniobra de aproximación y su pequeño Cessna empezaba a deslizarse en un descenso impecable, se oyó la voz de otro piloto por la radio. Éste se identificó ante el controlador como « Challenger-doscuatrocuatro-delta-mike» , situado a veinticuatro kilómetros al norte. La torre autorizó su aterrizaje en segundo lugar, después del Cessna.

Ray relegó los pensamientos acerca del otro aparato justo el tiempo suficiente para efectuar un aterrizaje de manual y después se apartó de la pista y empezó a rodar hacia la rampa. Un Challenger es un jet privado de construcción canadiense con capacidad de entre ocho y quince plazas, según la configuración. Puede volar de Nueva York a París sin escalas y por todo lo alto, con un auxiliar de vuelo que se encarga de servir las bebidas y las comidas. Un aparato de primera mano vale unos veinticinco millones de dólares, según la interminable lista de opciones que ofrece. El 244DM era propiedad de Lew el Liquidador, que se lo había birlado a una de las muchas desventuradas empresas que había saqueado y esquilmado. Ray lo vio aterrizar a su espalda y, por un segundo, abrigó la esperanza de que se estrellara e incendiara allí mismo en la pista para poder disfrutar del espectáculo. Pero no fue así y, mientras adquiría velocidad en la pista de rodaje de la terminal privada, Ray se vio de repente en una apurada situación. Desde su divorcio había visto a Vicki un par de veces y lo cierto es que en ese momento no le apetecía verla, él con un Cessna de veinte años de antigüedad mientras ella bajaba por la escalerilla de su jet de color dorado. A lo mejor, no viajaba a bordo. A lo mejor, el único ocupante era Lew Rodowski que regresaba de una nueva correría. Ray cortó la salida de la mezcla de combustible, el motor se detuvo y, al ver que el Challenger se aproximaba, se agachó cuanto pudo en el asiento. Cuando el aparato se detuvo a menos de treinta metros del lugar donde él permanecía agazapado, un reluciente Suburban negro se acercó a la rampa con excesiva rapidez y las luces encendidas, como si algún ilustre representante de la realeza acabara de llegar a Charlottesville. Bajaron dos jóvenes con idénticas camisas verdes y pantalones cortos caqui, listos para recibir al Liquidador y a cualquier otra persona que se encontrase a bordo con él. Se abrió la portezuela del Challenger, tendieron la escalerilla y, atisbando por encima del tablero de instrumentos, Ray observó fascinado cómo bajaba en primer lugar uno de los pilotos del aparato, cargado con dos bolsas de la compra de gran tamaño. A continuación apareció Vicki con los gemelos. Simmons y Ripley ya tenían casi tres años y los pobrecillos habían sido bautizados con unos apellidos neutros en lugar de unos nombres de pila porque su madre era una idiota y su padre ya había engendrado nueve hijos antes que a ellos, y probablemente le importaba un carajo cómo se llamaran. Eran dos varones, eso Ray lo sabía con toda certeza porque leía las noticias del periódico local: los nacimientos, las defunciones, los robos, etc. Habían nacido en el Martha Jefferson Hospital siete semanas y tres días después de que se dictara la sentencia final de divorcio por mutuo acuerdo de los Atlee, y siete semanas y dos días después de que una embarazadísima Vicki se casara con Lew Rodowski. Sujetando la mano de los niños, Vicki bajó con cuidado la escalerilla. Los quinientos millones de dólares le sentaban bien: unos ajustados vaqueros de diseño envolvían sus largas piernas, unas piernas que habían adelgazado considerablemente desde que ella se incorporara a la alta sociedad. De hecho, Vicki daba la impresión de estar espléndidamente muerta de hambre, con unos brazos esqueléticos, un traserito aplanado y las mejillas pegadas al hueso. Ray no le distinguió los ojos porque los ocultaba detrás de unas gafas de sol de cristales panorámicos, según la última moda de Hollywood o de París, como uno prefiriera. En cambio no podía decirse que el Liquidador se muriera de hambre, precisamente. Ahora esperaba con impaciencia detrás de su actual esposa y su actual camada. Afirmaba correr maratones, pero muy pocas de las cosas que decía en letra impresa resultaban ser ciertas.

Tenía una tripa descomunal, había perdido la mitad del cabello y la otra mitad había encanecido con los años. Ella tenía cuarenta y un años y aparentaba treinta. Él había cumplido los sesenta y cuatro, aunque aparentaba setenta o, por lo menos, eso pensaba Ray con gran satisfacción por su parte. Al final llegaron al Suburban mientras los dos pilotos y los dos chóferes se ocupaban del equipaje y las bolsas de compra de Saks y Bergdorf. Un rápida excursión de compras a Manhattan, un viaje de cuarenta y cinco minutos en el Challenger. El Suburban se alejó a toda velocidad: el espectáculo había terminado. Ray se incorporó en el asiento del Cessna. Si no la hubiera odiado tanto, hubiera permanecido sentado largo rato allí, rememorando su matrimonio. No había habido advertencias, discusiones ni avisos previos. Simplemente, ella había encontrado una oferta mucho mejor. Abrió la portezuela para respirar y advirtió que tenía el cuello de la camisa empapado en sudor. Se secó las cejas y bajó del aparato. Por primera vez que él recordara, deseó no haber ido al aeródromo.

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