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El libro perdido – Cassandra Clare

Idris, 2007 Aún no había amanecido del todo cuando Magnus Bane llegó cabalgando al claro con la idea de la muerte rondándole por la cabeza. Últimamente visitaba poco Idris, tantos cazadores de sombras juntos le ponían nervioso; pero tenía que admitir que el Ángel había elegido un bonito lugar como hogar de los nefilim. El aire era alpino y fresco, frío y limpio. En las laderas del valle, los pinos se mecían apaciblemente. A primera vista, Idris era un lugar sombrío, cargado de malos augurios, sin embargo, ese pequeño paraje parecía sacado de un cuento de hadas. Quizá por eso, a pesar de la cantidad de cazadores de sombras, su amigo Ragnor Fell había decidido instalarse allí. Ragnor no era una persona alegre, pero sorprendentemente había construido una casita de piedra, con techo de paja a dos aguas, que transmitía todo lo contrario. Magnus sabía bien que Ragnor había teletransportado la paja desde una taberna del norte de Yorkshire, para consternación de sus clientes. Mientras cabalgaba hacia el fondo del valle sintió que sus problemas se desvanecían. En lo alto del valle, todo era terrible. Valentine Morgenstern estaba inmerso en los preparativos de la guerra que tanto ansiaba, y Magnus se encontraba mucho más involucrado en ella de lo que hubiera deseado. Afortunadamente, podía refugiarse en ese chico de enigmáticos ojos azules. Sin embargo, durante un momento, solo serían Magnus y Ragnor de nuevo, como tantas otras veces. Después tendría que lidiar con el mundo y sus problemas, que llegarían enseguida en la forma de Clary Fairchild. Dejó la montura detrás de la casa y se dirigió a la puerta principal, que se abrió de un solo toque. Magnus supuso que encontraría a su amigo bebiendo una taza de té o enfrascado en la lectura de un voluminoso libro, pero, para su sorpresa, Ragnor estaba destrozando su propio salón. Sujetaba una silla de madera sobre la cabeza, sumido en una especie de frenesí. —¿Ragnor? —probó Magnus. El brujo respondió lanzando la silla contra la pared de piedra, donde se hizo pedazos—. ¿Llego en un mal momento? —dijo, alzando la voz. Ragnor, consciente de la presencia de Magnus, levantó un dedo, pidiéndole a su amigo que esperase un segundo. Luego, con gran determinación, avanzó hasta la cómoda de roble que estaba al otro lado de la estancia, tiró de los cajones, uno tras otro, y los dejó caer al suelo, provocando un gran estruendo de metal y porcelana. Se enderezó y se volvió hacia Magnus. —Tienes ojos de loco, Ragnor —dijo Magnus con cautela. Estaba acostumbrado a un Ragnor relativamente pulcro, bien vestido, con una piel verde sana y radiante y unos cuernos blancos resplandecientes, que le sobresalían curvos de la frente.


El hombre que estaba ante él habría tenido mal aspecto fuera quien fuese, pero tratándose de Ragnor, era un aspecto muy muy malo. Parecía perdido, su mirada vagaba inquieta por la habitación, como si tratara de encontrar a alguien escondido. —¿Conoces la expresión sub specie aeternitatis? —preguntó sin preámbulos en voz alta y clara. La pregunta pilló desprevenido a Magnus, que esperaba cualquier cosa menos eso. —¿Algo así como «las cosas como realmente son»? Aunque esa no es la traducción literal, claro —respondió, sin saber la dirección que iba a tomar esa conversación. —Exacto —aprobó Ragnor—. Desde la perspectiva de aquello que realmente existe, significa auténtico y verdadero. No las ilusiones que vemos, que fingimos que son reales, sino las cosas mismas, despojadas ya de sus ropajes. Spinoza. —Hizo una pausa y, con aire pensativo, añadió —: Ese hombre sí que bebía, pero era muy bueno puliendo lentes. —No tengo ni idea de lo que me estás hablando —replicó Magnus. Ragnor dirigió la mirada hacia Magnus y lo miró fijamente, sin pestañear. —¿Sabes qué es la existencia, sub specie aeternitatis? No me refiero a nuestro mundo, o a los mundos que conocemos, sino a la totalidad, al todo. Yo sí lo sé. —Lo sabes ahora —dijo Magnus. Ragnor sostuvo la mirada. —Son los demonios —explicó—. Es el mal. Es el caos en toda su magnitud, un caldero burbujeante de intenciones malévolas. Magnus dejó escapar un suspiro. Su amigo estaba deprimido. Era algo habitual en los brujos; de alguna manera, lo absurdo del universo a veces les resultaba divertido y otras, menos, ya que sus vidas se alargaban mucho más que la de cualquier mundano. Era un camino peligroso para Ragnor. —Pero hay cosas buenas, ¿verdad? —dijo, tratando de pensar en las cosas favoritas de Ragnor—. ¿La puesta de sol sobre el Fujiyama? ¿Una buena botella de Tokay añejo? ¿Aquel sitio de La Haya donde solíamos tomar café en esos dedales diminutos y que bajaba ardiente hasta el estómago? —Se esforzó aún más—.

¿Y qué me dices de lo estúpido que parece un albatros cuando aterriza en el agua? Ragnor parpadeó repetidamente, y luego se dejó caer hacia atrás en un sillón tapizado en cuadros escoceses. —No estoy deprimido, Magnus. —Claro que sí —replicó Magnus—, nihilismo existencial total, ese es mi Ragnor. —Estoy atrapado, Magnus. Por completo. Tengo al tipo más importante detrás de mí. Bueno, al segundo más importante.

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