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Diario Del Ano De La Peste – Daniel Defoe

Considerado una de las cumbres de la literatura inglesa de todos los tiempos, el Diario del año de la peste es un escalofriante relato novelado en el que se describen con crudeza los horribles acontecimientos que coincidieron con la epidemia de peste que asoló Londres y sus alrededores entre 1664 y 1666. Daniel Defoe, con precisión de cirujano, se convierte en testigo de los comportamientos humanos más heroicos pero también de los más mezquinos: siervos que cuidan abnegadamente de sus amos, padres que abandonan a sus hijos infectados, casas tapiadas con los enfermos dentro, ricos huyendo a sus casas de campo y extendiendo la epidemia allende las murallas de la ciudad. El Diario del año de la peste es una narración dramática y sobrecogedora, con episodios que van de lo emotivo a lo terrorífico, un relato preciso y sin concesiones de una altura literaria que todavía hoy es capaz de conmovernos hasta las lágrimas.


 

En 1720, como tres siglos atrás, el puerto francés de Marsella tembló ante una feroz epidemia de peste bubónica que finalmente acabó con la vida de la mitad de la población. Al parecer, la infección saltó a tierra desde un barco procedente de Siria o Turquía. Los científicos de toda Europa asistieron con estupefacción a las procesiones mortuorias que recorrían la Provenza francesa y se preguntaban cuáles serían las verdaderas causas de la pestilencia. Sospechaban que había algo microscópico que se transmitía al contacto con las llagas, o con la transpiración, o con los orines, o por algo que impregnaba las ropas, y los colchones, y los alimentos. Debían de ser «partículas gorgónicas» o «miasmas de antimonios», o gusanillos o insectos que penetraban en la piel, o se inhalaban. Para evitar el contagio, convenía especialmente el aislamiento, pero no sólo: también eran recomendables la combustión de carbones e inciensos, las pociones cordiales, las tinturas, el azufre, las piedras de cauterio y otros remedios asépticos y olfativos. El problema de la peste a principios del Siglo de las Luces —y la razón que enloquecía a los científicos— era que aquellos malditos seres «horribles y monstruosos», «como dragones, serpientes y diablos», escapaban al dominio del Hombre sobre la Naturaleza. Resultaba de todo punto inconcebible que cuando precisamente la Historia se abría al Conocimiento y la Razón, aquellos seres diminutos y pestilentes escaparan a la indagación científica. Aquel mismo año de 1720, y ante la posibilidad cierta de que la epidemia volviera a extenderse por toda Europa, se publicó en Londres un tratado de divulgación médica llamado Ensayo sobre las diferentes causas de las enfermedades pestilentes, y cómo se tornan contagiosas, con observaciones sobre la infección que se ha producido en Francia y los medios más apropiados para prevenirla si se extienden a nuestra patria. El ensayo del doctor John Quincy se vendía junto a la traducción de la Loimologia, sive, Pestis nuperae apud populum Londinensem grassantis narratio historica, un compendio histórico-analítico de la peste que había asolado Londres entre 1664 y 1665. La Loimologia era obra de un médico llamado Nathaniel Hodges (1629-1688), que fue uno de los pocos doctores que no abandonó Londres cuando la mortal epidemia diezmó la capital inglesa. El doctor Hodges, aparte de sus observaciones médicas, incluye en su obra tablas de mortandad y consejos para huir de una muerte segura. Efectivamente, Londres había sufrido una implacable peste bubónica en 1665 y los impresores comprendieron la utilidad y la rentabilidad de dar a la prensa, en 1720, aquellos ensayos sobre la terrible enfermedad que comenzaba a asolar el sur de Francia. Seguramente el ensayista, gacetillero, panfletista, comerciante, estafador, espía, soplón y suplantador Daniel Defoe (Daniel Foe, en realidad, con un «De» por medio de ínfulas nobiliarias) también advirtió la posibilidad de abordar el tema de la peste de 1665, bien fuera por su actualidad o por su rentabilidad. En 1722, tras revisar cuidadosamente el trabajo de los doctores Hodges y Quincy, y cuando aún se temía que la peste alcanzara la ciudad del Támesis, el famoso autor del Robinson Crusoe entregó al impresor A Journal of the Plague Year (Diario del año de la peste) con la intención declarada de advertir al lector «en caso de que se aproximase una calamidad similar». Algún malintencionado podría advertir que, dados los antecedentes vitales de Daniel Defoe, era evidente que acabaría dedicándose al oficio de periodista. Robert Harley, conde de Oxford, whig y tory en períodos sucesivos, liberó a Daniel Defoe del cepo y lo sacó de la cárcel de Newgate (1703), donde había sido recluido por deudas, más que por sus sátiras panfletarias. A cambio, Defoe tendría que ocuparse de publicar tres veces por semana una gaceta conocida como Review, redactada íntegramente por el autor del Robinson Crusoe y cuyo objetivo era favorecer la política gubernamental de su benefactor. El periódico se imprimió ininterrumpidamente hasta 1714. La fama posterior de aquel panfleto se debe con seguridad a que su autor fue el mismo que años después redactaría la historia de un náufrago y las aventuras de una miserable cortesana. En realidad, Review era la hoja de los comerciantes, de los campesinos, de los artesanos y de los taberneros desocupados. Los periódicos de la alta cultura eran The Tatler y The Spectator de Joseph Addison y Richard Steele, cuya influencia recorrió todo el siglo XVIII y cuyos artículos fueron modelos incluso para el periodismo decimonónico.


(Tanto Jouy en Francia como Larra en España consideraban que no había mejor periodismo que aquel que iniciaron Addison y Steele en Londres). Era dudoso que un comerciante de vinos con ínfulas nobiliarias, con tantas deudas como pleitos, y con una tardía formación en un colegio de disidentes presbiterianos, pudiera ocuparse de la alta política, de la filosofía, de la estética y de la poesía que ofrecían The Tatler y The Spectator. Así que Daniel Defoe debía «conformarse» con ofrecer pequeñas crónicas y ser la voz de su amo en lo que a política se refería. Sin embargo, aunque las obras de Defoe rezuman espíritu puritano, también se desprendieron de la retórica cultista y clasicista de los que estaban acostumbrados al aire enrarecido de las alturas. El lector que se asoma ahora al Diario del año de la peste reconoce de inmediato en sus páginas la habilidad del gacetillero, más que la del novelista. Es el periodista el que selecciona las anécdotas emocionantes, dramáticas, «sentimentales», moralizantes e incluso humorísticas, el que exige responsabilidades al gobernante, el que sugiere hipótesis, el que describe las calles vacías de Londres y el que propone —naturalmente— los medios adecuados para sobrevivir en caso de nueva epidemia. Y, sin embargo, no hay nada de periodismo real en el Diario del año de la peste. La obra se presenta como una recopilación histórica de los acontecimientos que tuvieron lugar en Londres durante la peste de 1664 y 1665; sin embargo, el autor apenas contaba cinco años de edad cuando Londres sufrió la devastación de la peste y el fuego. (En 1666, como se sabe, Londres sufrió el gran incendio que destruyó prácticamente toda la ciudad). Narrado en primera persona —el autor firma con unas enigmáticas H. F. que algunos especialistas han asociado a su tío Henry Foe—, el Diario adopta una fórmula básica de la ficción: el narrador dice haber vivido los años de la peste y da buena cuenta de todo lo acontecido durante esos meses de terrible mortandad. Pero esa añagaza no es suficiente para que la obra pueda considerarse ficción y, desde luego, en ningún caso novela. En nuestros días, cuando los límites de la novela parecen más difusos que nunca, podría darse la confusión con una obra como el Diario. Pero a principios del siglo XVIII la cuestión resultaba bastante más sencilla y a ningún lector avisado se le ocurriría catalogarla junto a Robinson Crusoe o Moll Flanders. (Desde luego, tampoco es una «novela histórica», ni un «reportaje periodístico», como se ha dicho en ocasiones con cierta precipitación). El Diario es una investigación, un estudio que se ajusta a los paradigmas de los essays, treatises, enquiries, dissertations que constantemente se publicaban en Inglaterra, y también en el resto de Europa, durante la primera mitad del siglo XVIII. Uno de esos ensayos fue el decisivo y determinante An essay concerning human understanding (1690), de John Locke. Y una de las revoluciones lockianas fue proponer que no existen ideas innatas, sino que todo conocimiento es adquirido o reflexionado. En definitiva, sólo sobre la experiencia propia se construye el conocimiento. Hoy se entiende bien cómo la teoría de Locke sentó las bases de la literatura del yo que alcanza hasta el romanticismo. Pero en aquellas últimas décadas del siglo XVII y primeras del siglo XVIII lo esencial era asegurar que todo se basaba en la experiencia propia. Sólo la experiencia personal era certeza y verdad. «Escucharé siempre, con preferencia a toda autoridad privada, lo que me dictaren la experiencia y la razón», sentenció por aquellos años el fundador de la Ilustración española. Así pues, era bastante razonable que Daniel Defoe asegurara la verosimilitud de su narración utilizando la primera persona y abordando la historia mediante una ingenua fórmula que se aprende en los primeros cursos de retórica y que consiste en el uso de documentos falsos, traducciones inventadas, memorias fingidas, etcétera.

La forma en que el autor ha accedido a la narración (locus a modo) sólo le sirve a Daniel Defoe como bastidor para exponer una crónica de la peste de 1665, basada, ahora sí, en la Loimologia del doctor Hodges y en otras recopilaciones de la época. Con seguridad, Daniel Defoe estudió los diarios y memorias de los días de la peste, y también recogió anécdotas de conocidos e incluso pudo valerse de los lejanos recuerdos de su infancia. Con todos estos materiales, el escritor ofrece un sobrecogedor tapiz del «lugar afligido y abandonado» que también Pepys taquigrafió en su oscuro diario. El protagonista fingido recopilará anécdotas, extractos de periódicos, conversará con el mismísimo doctor Hodges, comentará las costumbres de sus conciudadanos, narrará algún cuento y censurará a los que no se esforzaron patrióticamente en aquellos días. Pero Defoe no es un historiador. («No sé si esto será verdad», «Esto me contaron», «Esto sería verdad en líneas generales», «Ni de ésta ni de otras historias fui testigo presencial», son coletillas habituales en la narración). No cuenta con la técnica ni los conocimientos ni la capacidad analítica de Gibbon, Hume o Robertson, aunque la intuición del gacetillero le indica que «el hombre debe ser el tema de cualquier historia», tal y como sentenció Bolingbroke en sus Cartas (V), y dónde se encuentra la emoción y los resortes que captarán la atención del público. De modo que su relación o crónica de los años de la peste parece ceñirse a una sucesión de anécdotas protagonizadas por tipos londinenses durante la gran epidemia de 1665. La impresión que produce una lectura apresurada es que Defoe ha ido acumulando historias breves, leyendas urbanas, cuentos, chismes, habladurías y noticias curiosas sin ningún criterio organizativo. Por esa razón suele hacerse hincapié en las abundantes repeticiones, en el desaliño de la narración y en lo caótico del conjunto. (¡Ni siquiera cuenta con un índice!). Estos hipotéticos defectos del Diario se excusan acudiendo al estilo periodístico, pero la obra de Defoe obviamente está trazada bajo un plan minucioso que responde, entre otras cosas, a la habilidad del periodista que pretende «mover» al lector curioso y a la taimada ocultación del moralista. Desde los primeros días de la epidemia, con sus augurios y presagios, a las ordenanzas de salud pública, la pequeña historia (una verdadera «utopía») de los tres amigos, a los métodos de enterramiento, la prevención y la medicación, y la influencia de la peste en el comercio y en los asuntos políticos y religiosos, el Diario recorre las calles de Londres, entra en las casas y los negocios, curiosea en las tabernas y los cementerios, y recorta periódicos y libros para componer su tétrico fresco urbano. Pero si no es un verdadero tratado histórico ni una crónica, y si no es, desde luego, una novela o un relato de ficción, ¿cómo entender el Diario de Defoe? Hay toda una parte del Diario del año de la peste que se ajusta bien a la tradición del ensayo ilustrado o, más bien, del artículo ilustrado destinado a explicar una circunstancia especialísima que merece reflexión y consideración. Al escritor de estas memorias fingidas no le basta con una descripción ni se concentra en la peripecia del supuesto protagonista —en el Diario no hay, de hecho, más protagonistas que Londres y la peste—, sino que elabora buena parte de su discurso conforme al paradigma europeo de los «desengaños de errores comunes» (como la Pseudodoxia de Thomas Brown o el Teatro crítico de Feijoo). Casi un tercio del Diario de Defoe, por ejemplo, se destina a combatir las supersticiones relacionadas con la infección, tales como los avisos celestes (estrellas flameantes o cometas que se vieron antes de la peste y antes del incendio), la visión de ángeles en las nubes y en los objetos, la creencia en almanaques y augurios, la aparición de espectros, las astrologías… «Todo esto contribuye a demostrar hasta qué punto la gente estaba poseída de irrealidades». A la hora de llevar a cabo su relación (fórmula literaria para la narración histórica cercana o vivida), Defoe no puede obviar que está asistiendo a la revolución ilustrada y científica, y ha de dar su opinión, basada en la razón y la experiencia. Defoe no sólo narra los acontecimientos, con sus ejemplos particulares y sus anécdotas, sino que los evalúa y los comenta tal y como se exige a cualquier espíritu ilustrado. Daniel Defoe sucumbió, desde su primer libro, a la pasión ilustrada por los ensayos, los proyectos, los planes y las ideas novedosas: An Essay upon Projects, publicado en 1697, estaba dirigido a mejorar las condiciones sociales y económicas del país, pero también redactó ensayos sobre las apariciones, sobre los comerciantes, sobre literatura, sobre la famosa tormenta de 1703 o sobre las condiciones de vida en Escocia tras la unión con Inglaterra. En el Diario comenta si las cifras de muertos que se publicaban se ajustaban a la realidad, critica las acciones de la Corte y los clérigos, duda de algunas historias que le han contado, propone métodos para enfrentarse a una nueva epidemia, evalúa «científicamente» las opiniones generales y, en fin, se muestra como un verdadero ensayista ilustrado. «Podría proponer varios esquemas que pueden servir de base al gobierno de esta ciudad», advierte Defoe, y de hecho, los propone, pues al parecer todo el Diario está destinado a servir de advertencia y prevención ante la posibilidad cierta de otra epidemia. Otros guiños, como la confianza en la ciencia médica, la superioridad moral de los hombres piadosos y compasivos, las novedades higiénicas, el menosprecio de la Corte frente a los políticos cercanos, el interés por la actividad comercial o la preocupación por el bienestar y el desarrollo social son elementos característicos de la mentalidad ilustrada. Y, sin embargo, hay algo que no encaja en ese discurso pretendidamente racional e ilustrado. Queda en el lector un poso moralizador cuando cierra el libro; quizá achacará los arranques religiosos de Defoe al puritanismo presbiteriano que impregna su obra. Pero si se detiene a estudiar el texto, observará que uno de los principales problemas del autor consiste en «explicar» ideológica o filosóficamente la horrorosa, injusta y arbitraria mortandad que provocó la peste.

(Recuérdese que ésta era una de las cuestiones y contradicciones centrales del pensamiento medieval: ¿cómo explicar la existencia del mal y las desgracias en un mundo creado por el Supremo Bien? La solución agustiniana pasaba por sentenciar que los males no existen, a no ser que sea un bien que deban existir. El problema era que muchos filósofos consideraban que Dios podría haber hecho las cosas mejor de lo que las había hecho). Al puritano Defoe también le preocupaba explicar, desde el punto de vista filosófico, cómo era posible que Dios hubiera permitido aquella desgracia. El autor opta por dar una solución curiosamente antigua y medieval: la peste era un mal que tenía causas naturales y que se expandió por causas naturales, lo cual no significa que no fuera fruto de una decisión divina, pues «place al Señor el actuar a través de causas naturales como instrumento corriente de Su Voluntad». Defoe está persuadido de que la Providencia es la causa última de la peste, que utiliza la Naturaleza para «cumplir» sus designios. Y aunque al final de la obra Defoe lamenta que tal vez esté dando la impresión de sermonear al lector, no duda en afirmar que la epidemia remitió «y esto no fue producido por el hallazgo de ninguna nueva medicina, ni por ningún nuevo método de curación descubierto; tampoco por la experiencia que hubiesen adquirido los médicos y cirujanos en la operación; sino que era, indudablemente, la obra secreta e invisible de Aquel que primero nos había enviado esta enfermedad como castigo». A pesar de sus intentos ilustrados, Defoe es incapaz de avanzar por el camino de la Ciencia y la Razón, y vuelve su mirada hacia la religiosidad tradicional, cuya sencillez le permite explicar irracionalmente la existencia de una desgracia tan desoladora como la peste. Y así construye la última danza de la muerte europea y muestra a la Parca recorriendo las calles de Londres para emponzoñar con su mano la ajetreada y feliz vida de la urbe. Las danzas de la muerte se regodeaban en las agonías, en los enterramientos, en los cadáveres, en la descomposición de la carne y en otros efectos llamativos, y Defoe no desprecia la posibilidad de entregarse también a este «efectismo periodístico». La lección final de estas danzas consistía en mostrar que todos los hombres eran iguales ante la muerte y ante Dios, o, como dice Defoe, «más allá de la sepultura, seremos todos hermanos nuevamente. En el Cielo, adonde confío que podremos ascender desde todos los partidos y confesiones, no hallaremos ni prejuicios ni escrúpulos; allí seremos todos de la misma opinión y tendremos los mismos principios». Al concluir las últimas páginas de estos diarios fingidos, el lector tiene la impresión de haber asistido a la última danza de la muerte medieval (incluso la peste bubónica parecía un residuo de los siglos medios). Allí el autor muestra su auténtico rostro de moralista y no duda en revelar finalmente su verdadera intención: recordar que la peste fue un castigo divino que se desató sobre Londres por la iniquidad de sus habitantes. «Quizás alguien pueda sentirse inclinado a creer […] que es una oficiosa gazmoñería religiosa que predica un sermón en lugar de escribir una historia», se excusa Defoe. Y entonces el lector comprende que el autor sólo ha escrito «una historia». Y de paso, un sermón. JOSÉ C. VALES DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE Fue en los comienzos de septiembre de 1664 cuando, mezclado entre los demás vecinos, escuché durante una charla habitual que la peste había vuelto a Holanda; pues había sido muy violenta allí, particularmente en Ámsterdam y Róterdam, en el año 1663, sitio al que había sido llevada, según unos desde Italia, según otros desde el Levante, entre algunos géneros traídos por su flota; otros dicen que fue traída de Candía, otros que provenía de Chipre. No se dio importancia a la procedencia; mas todos concordaron en que había vuelto a Holanda. En aquellos días no teníamos nada que se pareciese a los periódicos impresos para diseminar rumores e informes sobre las cosas y para mejorarlos con la inventiva de los hombres, cosa que he visto hacer desde entonces. Pero las noticias como ésta se recogían a través de las cartas de los mercaderes y de otras personas que mantenían correspondencia con el extranjero, y se hacían llegar verbalmente a todas partes; así, las noticias no se divulgaban instantáneamente por toda la nación, como sucede hoy día. Pero al parecer el Gobierno tenía un informe veraz sobre el asunto, habiéndose celebrado varios consejos para discutir los medios de evitar que el mal llegase hasta nosotros; mas todo ello se mantuvo muy en secreto. De ahí que este rumor se extinguiese nuevamente, y que las gentes comenzasen a olvidarlo como si fuese una cosa que realmente no les concerniese y de la que esperaban que no fuese cierta; hasta el final de noviembre o los primeros días de diciembre de 1664, cuando dos hombres, que se suponía franceses, murieron de peste en Long Acre; o mejor dicho, en el extremo superior de Drury Lane. La familia con la que vivían se esforzó todo lo posible por ocultarlo, pero tan pronto como las conversaciones del vecindario ventilaron la cuestión, ésta llegó a conocimiento de los secretarios de Estado; ciento cinco que, sintiéndose preocupados, ordenaron a dos médicos y a un cirujano que fuesen a inspeccionar la casa, a fin de estar seguros de la verdad. Así lo hicieron éstos, y habiendo encontrado señales evidentes de la enfermedad sobre ambos cadáveres, dieron públicamente sus opiniones de que habían muerto a causa de la peste.

Después de lo cual se notificó al escribano de la parroquia, quien también dio parte al Consistorio; y el hecho fue impreso en la lista de mortalidad en la forma acostumbrada, o sea: Peste, 2. Parroquias infectadas, 1. La gente se inquietó mucho por esto, y empezó a alarmarse en toda la ciudad, tanto más cuanto que en la última semana de diciembre de 1664 otro hombre murió en la misma casa, por la misma causa. Luego estuvimos tranquilos durante unas seis semanas, en las que, al no haber muerto nadie con señal alguna de infección, se dijo que la enfermedad se había marchado; mas después de esto, creo que fue alrededor del 12 de febrero, hubo otro que murió en otra casa, pero en la misma parroquia y de la misma suerte. Esto hizo que los ojos de la gente se volviesen hacia ese extremo de la ciudad; y como las listas semanales mostraban en la parroquia de St. Giles un incremento desacostumbrado de las inhumaciones, se comenzó a sospechar que la peste habitaba entre las gentes de ese extremo de la ciudad; y que muchos habían muerto por su causa, a pesar de que habían tomado todas las precauciones para evitar que ello llegase al conocimiento del público. Esto arraigó grandemente en el espíritu del pueblo, y eran muy pocos los que se aventuraban a través de Drury Lane, a menos que tuviesen un asunto extraordinario que les obligase a hacerlo. Este aumento de las listas fue como sigue: el número de inhumaciones semanales en las parroquias en de St. Giles-in-the-Fields y de St. Andrew, Holborn, era de unos doce a diecisiete o diecinueve, en cada una; mas desde el momento en que la peste apareció por primera vez en la parroquia de St. Giles, se observó que el número de inhumaciones corrientes aumentaba considerablemente. Por ejemplo:

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