debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Asesinato en el Savoy – Maj Sjöwall & Per Wahlöö

En Asesinato en el Savoy, a Beck se le plantea un caso complejo y delicado. Viktor Palmgren es un magnate sueco al que se le conocen muchos negocios legales y se le suponen otros tantos, más subterráneos y de dudosa moralidad, que le proporcionan cuantiosos beneficios. Su inmensa riqueza le ha convertido en un mito. Un día, en el transcurso de una cena en el Savoy, es asesinado de un disparo en la nuca. Las connotaciones políticas y económicas de este crimen exigen una investigación meticulosa en la que el policía debe andar con pies de plomo. Nadie es capaz de describir al asesino y el análisis balístico es poco esclarecedor. El policía deberá enfrentarse, además, a una intriga para la que los métodos detectivescos no tienen solución: ¿puede un crimen ser justo?


 

El día había sido caluroso y sofocante, sin un soplo de viento, y una permanente calina lo invadía todo. El cielo, claro a aquellas horas, empezaba a cambiar de color, del rosa al azul oscuro. El sol, y a rojizo, desaparecía pronto por algún lugar detrás de la isla de Ven, y la brisa de la noche, que venía formando círculos sobre las agujas rutilantes del estrecho de Öresund, traía ráfagas de agradable frescor que subían hasta las calles de Malmö. El vientecillo arrastraba también perfumes de algas y de basuras en descomposición que iban a parar a la playa de Ribersborg y a la entrada del puerto, para subir luego lentamente por los canales. La ciudad no tiene demasiado en común con el resto de Suecia, debido a su situación: está más próxima a Roma que al sol de medianoche. En el horizonte se ven las luces e la costa danesa, y aunque en invierno llueve mucho y el viento es como un castigo, los veranos suelen ser largos y cálidos, con cantos de ruiseñores en los parques frondosos de la zona, y perfumes vegetales. Así estaban las cosas aquella noche veraniega de principios de julio de 1969, en la que reinaba un gran silencio y casi no había gente. El turismo internacional aún no había hecho su masiva aparición, como era normal por aquellas fechas, y tan sólo se habían visto las avanzadillas de la juventud vagabunda y sucia, apestosa de hachís, que llegaba de cualquier parte del mundo, y que tampoco solía ir mucho más al norte de Copenhague. Incluso había calma en el gran hotel frente a la estación del ferrocarril del puerto. En el vestíbulo del hotel algunos hombres de negocios ultimaban los detalles de su alojamiento, el encargado del guardarropa leía imperturbable a un clásico, metido en su cuchitril, y en la oscuridad del bar cuchicheaba un par de parroquianos, mientras un camarero de chaqueta blanca esperaba pacientemente. Dentro del gran comedor clásico, a la derecha del vestíbulo, la actividad tampoco era mucha, aunque algo may or. Sólo unas cuantas mesas estaban ocupadas, en su may oría por personas solitarias y silenciosas, y el pianista acababa de iniciar un descanso. Delante de las puertas giratorias que daban a la cocina, un camarero con las manos a la espalda miraba ensimismado a través del gran ventanal abierto, seguramente metido en evocaciones de playas lejanas. Al fondo del comedor, una mesa de siete comensales de diversas edades y de uno y otro sexo, todos bien vestidos y con un aire algo solemne. La mesa se hallaba abarrotada de copas y de golosinas de la más variada especie, y a su alrededor proliferaban las cubetas de champán. El personal de servicio se había ido retirando discretamente, y a que el anfitrión se acababa de levantar y se disponía a pronunciar unas palabras. Era un hombre alto, algo may or, vestido con un traje oscuro de verano. Tenía el pelo de un gris metálico y estaba muy moreno. Hablaba en un tono rutinario, suave, modulando la voz y haciendo leves gestos humorísticos.


Los otros seis comensales guardaban silencio mientras le observaban, uno de ellos fumando. Por las ventanas abiertas entraba el ruido de los coches y de los trenes que cambiaban de vía en la estación, al otro lado del canal, que es el mayor centro de maniobras del norte de Europa; más lejos, un barco que procedía de Copenhague hacía sonar su ronca sirena a la entrada del puerto y en algún lugar del viaducto del canal debía de estar riéndose una muchacha. Así era, pues, la situación aquel suave y caluroso miércoles de julio, más o menos a las ocho y media de la tarde. Decimos « más o menos» puesto que nadie pudo establecer con exactitud el momento preciso en que sucedió todo. Por otro lado, lo más fácil será contarlo. Un hombre entró por la puerta principal del hotel, echó una ojeada a la recepción, con sus hombres de negocios extranjeros y su portero de chaqué, torció a la derecha, pasó ante el impasible encargado del guardarropa, cruzó el vestíbulo estrecho y largo por delante del bar y entró en el comedor, con decisión pero también con cierta calma, sin que sus pasos llamaran la atención de la concurrencia. Su aspecto tampoco era nada llamativo, y nadie se fijó en él ni él dio muestras de interés por lo que le rodeaba. Pasó junto al órgano Hammond y el piano, y por delante del aparador repleto de piezas lujosas y resplandecientes; dejó atrás las dos columnas que sostenían el techo, y con la misma decisión marchó directamente hacia el grupo que ocupaba la mesa del rincón, en la que el anfitrión, de espaldas a él, se dirigía a sus invitados. Cuando el hombre se encontró a unos cinco pasos de distancia, introdujo la mano derecha en la americana, y una de las mujeres que estaban en la mesa lo miró; el orador volvió la cabeza para ver qué la distraía, echó una rápida ojeada indiferente al hombre que se acercaba y volvió la cabeza hacia sus invitados, sin interrumpir ni por un segundo su disertación. En aquel mismo instante, el recién llegado sacó un objeto brillante y azulado que tenía el mango ray ado y un tubo largo delante, apuntó con calma y disparó a la cabeza del orador. El disparo no fue muy ruidoso; sonó más bien como el estampido de una pistola de salón. La bala entró por detrás mismo de la oreja izquierda del orador, que se desplomó hacia adelante sobre la mesa, dando con su mejilla izquierda contra la bandeja repleta de puré de patatas gratinado que acompañaba un exquisito estofado de pescado a la Frans Suell. Mientras guardaba el arma, el pistolero se volvió hacia la derecha, dio unos pasos hasta la ventana más próxima, puso el pie izquierdo sobre el marco, pasó por encima del cristal bajado, pisoteó el jardincillo exterior, saltó a la acera y desapareció. Un cliente de unos cincuenta años que ocupaba una mesa tres ventanas más allá quedó petrificado, con la mirada completamente confundida y con un vaso de whisky en la mano, que se quedó parado a diez centímetros de su boca abierta. Delante mantenía un libro abierto que estuvo fingiendo leer. El hombre tostado por el sol, vestido con traje de verano azul oscuro, no estaba muerto. Se movió un poco y dijo: —¡Uf, cómo duele! Y los muertos no suelen quejarse. Aquel hombre ni parecía sangrar. 2 En su apartamento de soltero de la calle Regement, Per Mansson estaba hablando por teléfono con su mujer. Era inspector jefe de homicidios de la policía de Malmö, y aunque estaba casado, hacía vida de soltero cinco días a la semana. Los fines de semana que tenía libres los pasaba con su mujer, según el arreglo al que habían llegado unos diez años antes, y que hasta la fecha les había dado bastante buen resultado a los dos. Con la mano izquierda sostenía el auricular mientras con la derecha se preparaba un gintónic. Era su bebida favorita: ocho centilitros de ginebra, hielo machacado y tónica en vaso largo. Su mujer había ido al cine y le estaba contando el argumento de Lo que el viento se llevó. La cosa iba para largo, pero Mansson escuchaba con paciencia, ya que tan pronto terminase de contarle la película pensaba decirle a su mujer que aquel fin de semana no se iban a poder ver porque tenía trabajo, lo cual era mentira.

Eran las nueve y veinte de la noche. Mansson estaba sudando a pesar de ir ligero de ropa, sólo con camiseta de redecilla y calzoncillos a cuadros. Había cerrado la puerta de la terraza al principio de la conversación para que no le molestara el ruido del tráfico. Aún hacía mucho calor en la habitación, a pesar de que el sol había desaparecido mucho antes tras la casa de enfrente. Removió el combinado con un tenedor que había robado o que se había llevado por casualidad de un restaurante llamado Översten. « ¿Puede uno llevarse un tenedor por simple casualidad?» , pensó Mansson, y dijo, como despertando: —Sí, sí, claro; entonces es cuando Leslie Howard y… Ah, ¿no? ¿Clark Gable, dices? Ah, bueno…, claro… Cinco minutos después, su mujer dio por terminado el relato, Mansson le soltó su mentira piadosa para el fin de semana, y colgó. Sonó el teléfono. Mansson no contestó enseguida. Tenía el día libre y deseaba seguir así. Se bebió despacio el gintónic y observó el cielo que se iba oscureciendo lentamente, mientras descolgaba el aparato y contestaba. —Sí, Mansson. —Hola, soy Nilsson. ¡Vay a coñazo de charla! Llevo media hora intentando hablar contigo. Nilsson era inspector auxiliar de homicidios, y aquella noche inspector de guardia en la comisaría de la plaza Davidshall. Mansson suspiró. —Bueno. ¿Qué ocurre? —Le han pegado un tiro a uno que cenaba en el comedor del Savoy. Me temo que hará falta que vayas. Mansson cogió el vaso vacío, pero todavía frío, y se lo pasó rodando por la frente, presionándolo con la palma de la mano. —¿Está muerto? —No lo sé. —¿No puedes enviar a Skacke? —Tiene el día libre y está ilocalizable. Sigo buscándole. Backlund es el que ha ido, pero creo que tú… Mansson se estremeció y dejó el vaso sobre la mesa. —¿Backlund? Okey, voy en seguida. Llamó rápidamente a un taxi, dejó el auricular sobre la mesa, y mientras se vestía iba oyendo la voz rasposa que repetía mecánicamente: « Aquí el servicio de taxis, espere, por favor» , hasta que le pasaron la comunicación con la telefonista.

Delante del hotel Savoy había varios coches de la policía aparcados de cualquier manera, y a la entrada dos agentes de una de las patrullas cerraban el paso a la cada vez más numerosa horda de curiosos que se amontonaban al pie de la escalinata. Mansson contempló la escena mientras pagaba el taxi y se metía la nota en el bolsillo, y le pareció advertir que uno de aquellos policías se comportaba con cierta brusquedad; pensó con tristeza que la policía de Malmö no tardaría demasiado en tener la misma mala prensa que sus colegas de Estocolmo. Al pasar junto a los agentes de uniforme que estaban a la entrada del vestíbulo, se limitó a saludar con la cabeza, pero sin decir nada. Dentro había un gran alboroto, los empleados del hotel hablaban entre sí por los codos, y algunos huéspedes salían del comedor. El escenario lo completaban unos cuantos agentes que parecían completamente despistados y nada acostumbrados a aquel ambiente, y estaba claro que nadie les había dicho cómo comportarse ni qué debían hacer. Mansson era un tipo grandullón, de unos cincuenta años. Llevaba camisa de manga corta, pantalones de tergal y sandalias. Se sacó un mondadientes del bolsillo de la camisa, le quitó la funda y se lo metió en la boca. Estuvo hurgándose con él un buen rato mientras examinaba la situación con aire pensativo. Era un mondadientes americano, y se lo había llevado del transbordador ferroviario Malmöhus, donde los tienen en las mesas. Ante la puerta del comedor se hallaba un agente llamado Elofsson, que le pareció algo más despierto que los otros. Fue hacia él y le preguntó: —¿Qué ha ocurrido en realidad? —Parece que le han disparado a alguien. —¿Les han dado instrucciones? —No, ninguna. —¿Y qué está haciendo Backlund? —Está tomando declaración a los testigos. —¿Dónde está el herido? —Creo que en el hospital. —Elofsson se sonrojó un poco y añadió—: Es que la ambulancia llegó antes que la policía. Mansson suspiró y entró en el comedor. Backlund estaba junto al aparador lleno de piezas de vajilla de plata, y en aquel momento interrogaba a uno de los camareros. Backlund era ya un hombre may or, con gafas, y tenía un aspecto corriente. De alguna forma había llegado a primer inspector auxiliar de homicidios. En la mano sostenía un cuaderno de notas abierto y apuntaba con todo detalle mientras interrogaba al camarero. Mansson se paró a escuchar, pero no intervino. —¿A qué hora ocurrió? —Pues a eso de las ocho y media, más o menos. —¿Por qué más o menos? —Es que no lo sé con exactitud. —En otras palabras, que no sabe qué hora era.

—Pues no. —Verdaderamente curioso —observó Backlund. —¿Qué? —Digo que resulta verdaderamente curioso. Usted lleva reloj, ¿verdad? —Sí, claro. —Y ahí fuera hay un reloj de pared, si no me equivoco. —Sí, pero… —Sí, pero… ¿qué? —Que los dos van mal, y además no se me ocurrió mirar el reloj. Backlund pareció definitivamente derrotado ante la respuesta. Dejó el cuaderno y el lápiz y se puso a limpiar sus gafas. Después aspiró profundamente, cogió de nuevo la libreta y volvió a la carga: —O sea, que a pesar de tener dos relojes a su disposición, usted insiste en que no tiene idea de la hora que era. —Sí, eso es; aproximadamente, sí. —Las respuestas aproximadas no nos sirven para nada. —Es que además tampoco van a la una: el mío adelanta, y ése de ahí se atrasa. Backlund consultó su cronómetro. —Curioso… —comentó, y apuntó algo que Mansson no pudo distinguir—. Vamos a ver, ¿estaba usted aquí cuando entró el malhechor? —Sí. —¿Puede usted describírmelo lo más exactamente posible? —Es que en realidad no lo miré. —¿No vio usted al malhechor? —dijo Backlund atónito. —Sí, precisamente cuando se encaramó a la ventana… —A ver, pues, ¿qué aspecto tenía? —No lo sé. De aquí a la ventana hay bastante distancia, y la columna me tapaba la mesa. —¿Quiere usted decir que no sabe qué aspecto tenía? —Sí. —Bueno. ¿Cómo iba vestido? —Llevaba chaqueta marrón, creo. —Cree… —Claro; si sólo lo vi un momento… —Pero llevaría algo más, ¿no? Pantalones, por ejemplo. —Sí, pantalones, sí. —¿Está usted seguro? —Sí, hombre claro; si no, hubiera sido…, no sé, extraño.

Quiero decir sin pantalones… Backlund escribía a toda velocidad. Mansson giró el palillo dentro de la boca y llamó en voz baja: —¡Oye, Backlund! El otro se volvió indignado: —¡Estoy tomando una importante declaración testimonial…! —exclamó, y se interrumpió para añadir—: Ah, eres tú. —¿Qué ha pasado realmente? —Han disparado contra un hombre aquí dentro, y ¿a que no sabes quién es? —No. —Pues el director Viktor Palmgren —notificó Backlund con gran énfasis. —¡Ah, vaya! —Y pensó: « Me parece perfecto» . Y prosiguió en voz alta—: O sea: hace algo más de una hora que ha ocurrido, y el hombre que ha disparado ha saltado por la ventana y ha desaparecido. —Parece que ha sido así, sí —dijo Backlund, que nunca daba nada por sentado. —¿Por qué hay seis coches patrulla ahí fuera? —He hecho acordonar la zona. —¿Qué zona? ¿El barrio entero? —El lugar del crimen —respondió Backlund. —Haz desaparecer a todo el personal de uniforme —ordenó Mansson con expresión de cansancio—. No es nada divertido para un hotel que haya policías esparcidos por todas partes en el salón, en la acera… Además, seguro que hacen falta en otro sitio. Procura conseguir una descripción lo antes posible, y estoy seguro de que hay testigos mejores que este hombre. —Pero habrá que escucharlos a todos. —Sí, claro —confirmó Mansson—, pero no hace falta entretenerse con los que no tengan nada importante que contar; basta con tomarles nombre y dirección. Backlund le miró con desconfianza y preguntó: —¿Qué piensas hacer? —Voy a llamar a un par de sitios. —¿Adónde? —A los periódicos, por ejemplo, a ver si me cuentan lo que ha pasado aquí. —Eso será una broma —dijo Backlund muy serio. —Desde luego —respondió Mansson con aire ausente y mirando a su alrededor. Por el comedor pululaban varios reporteros y fotógrafos. Algunos debían de haber llegado antes que la policía, y a lo mejor más de uno ya estaba allí cuando sonó el disparo. Mansson los conocía bien. —Pero el procedimiento es el procedimiento… —empezó Backlund. En aquel preciso instante entró Benny Skacke muy ajetreado. Era inspector auxiliar de homicidios y sólo tenía treinta años. Antes había trabajado en la oficina central de homicidios de Estocolmo, pero pidió el traslado después de un sospechoso incidente que estuvo a punto de costarle la vida a uno de sus superiores.

Era disciplinado, meticuloso y también algo ingenuo. Mansson le apreciaba. —Que te ay ude Skacke —dijo Mansson. —¿Uno de Estocolmo? —Exactamente. Y no te olvides de la descripción, que ahora es lo único importante. Echó el mondadientes destrozado en un cenicero y salió al vestíbulo, encaminándose al teléfono, que estaba en medio de la garita del conserje. Mansson hizo cinco llamadas seguidas. Después sacudió la cabeza y se metió en el bar. —¡Hombre! ¿Qué tal, cómo está? —exclamó el camarero. —Hola —saludó Mansson, y se sentó. —¿Qué podemos ofrecerle? ¿Lo de siempre? —No, hoy tengo que pensar. Póngame un gintónic. « Algunas veces sale todo mal» , pensó Mansson. Y aquello había empezado realmente de la peor manera posible. En primer lugar, Viktor Palmgren era una persona muy conocida e influy ente. Resultaba difícil decir por qué, pero había una cosa segura: estaba cargado de dinero; al menos era millonario un par de veces. El hecho de que le hubieran disparado en uno de los restaurantes más famosos de Europa no hacía más que empeorar las cosas. Aquel caso llamaría mucho la atención y podía acarrear las consecuencias más insospechadas. Inmediatamente después del disparo, el personal del hotel llevó al herido a una de las salitas de televisión, donde improvisó una camilla. Mientras tanto, llamaron a la policía y a una ambulancia. Los de la ambulancia llegaron en seguida, recogieron al herido y se lo llevaron al Hospital General. En cambio, la policía tardó en presentarse a pesar de que había un coche patrulla en la estación central, es decir, a menos de doscientos metros del lugar del crimen. ¿Cómo fue posible una cosa así? Acababa de obtener una explicación y no era precisamente un motivo de orgullo policial. Primero hubo un malentendido con la llamada y crey eron que era un asunto sin importancia, por lo que los agentes de servicio de la estación de ferrocarril emplearon todas sus energías en detener a un inofensivo borrachín. Cuando llamaron por segunda vez se organizó un zafarrancho de coches y de guardias de uniforme que salieron a toda velocidad hacia el hotel, con Backlund a la cabeza de la expedición.

Lo que después ocurrió se desarrolló en el más completo desorden y atolondramiento. Él mismo había estado tragándose Lo que el viento se llevó por teléfono durante más de cuarenta minutos. Para colmo, y llevando un par de copas encima, tuvo que esperar un taxi, perdiendo un tiempo precioso. Y cuando el primer policía llegó al lugar del crimen hacía y a más de media hora que había ocurrido todo. En cuanto a Viktor Palmgren, la situación continuaba igual de oscura. Lo estuvieron examinando en la policlínica para accidentes, y luego lo trasladaron a la clínica neurológica de Lund, a unos veinte kilómetros, por lo que seguramente la ambulancia todavía iba de camino con el herido. Le acompañaba uno de los testigos más importantes: su esposa, que probablemente había estado sentada a la mesa frente a él. Por tanto era quien más probabilidades tuvo de ver de cerca al agresor de su marido. Ya había pasado más de una hora. Una hora desperdiciada, cada uno de cuy os segundos había sido de una importancia crucial. Mansson volvió a sacudir la cabeza y le echó una mirada al reloj del bar: las nueve y media. Backlund entró en el bar a paso de marcha, seguido de cerca por Skacke. —Ah, estás aquí —dijo Backlund muy extrañado, mirando fijamente a Mansson. —¿Cómo va esa descripción? —le preguntó Mansson—. Ya te he dicho que era urgente. A Backlund se le caía el cuaderno de las manos, y lo puso sobre el mostrador del bar, se quitó las gafas y empezó a limpiarlas. —Mirad —explicó Skacke rápidamente—. Esto es lo mejor que hemos podido conseguir hasta ahora: un hombre alto, cara delgada, cabello escaso y oscuro y algo echado hacia atrás. Chaqueta marrón, camisa color pastel, quizá verde o amarilla, corbata oscura, pantalones gris oscuro y zapatos negros o marrones. Edad, unos cuarenta años. —Bien —dijo Mansson—. Envíala deprisa, que vigilen las carreteras principales y que registren trenes, aviones y barcos. —Exacto. —No quiero que salga de la ciudad —añadió Mansson. Skacke salió.

Backlund se puso las gafas, miró a Mansson y repitió su significativa pregunta: —¿Estás aquí? Luego miró el vaso de Mansson y exclamó con una extrañeza desmesurada. —¿Y bebiendo? Mansson no le respondió. Backlund centró su atención en el reloj del bar, lo contrastó con el suy o y comentó: —Este reloj también va mal. —Desde luego —intervino el camarero—, va adelantado. Es una pequeña atención para los clientes que van apurados de tiempo para coger el tren o el barco. —¡Uy, uy, uy ! —exclamó Backlund—. No sacaremos nada en claro. ¡Cómo se puede determinar el momento exacto de un crimen si no nos podemos fiar de ningún reloj! —Sí, sí, será difícil —asintió Mansson, ausente. En aquel momento regresó Skacke. —Bueno, ya está. —Pero me temo que será demasiado tarde —observó Mansson. —¿De qué diantre estáis hablando? —inquirió Backlund, y agarró su cuaderno de notas—. En cuanto a aquel camarero de antes… Mansson le detuvo con un gesto. —Espera. Esto lo veremos más tarde. Benny, ve y llama a la policía de Lund y pídele que envíe a un hombre a la clínica neurológica, que lleve una grabadora, y que procure recoger cualquier cosa que diga Palmgren, si es que aún vive y está consciente. Y que aproveche para hablar con su esposa. Skacke volvió a marcharse. El camarero se vio obligado a intervenir: —Con respecto a aquel camarero con el que han hablado, puedo decirles que aunque el mismísimo Drácula hubiera entrado revoloteando en el comedor, él no habría notado nada… Backlund observó un silencio tenso e irritado. Mansson no dijo nada hasta que Skacke hubo regresado. Ya que desde un punto de vista oficial Backlund era el inmediato superior de Skacke, optó por hacer las preguntas prudentemente en plural: —¿Cuál os parece el testigo más importante? —Uno que se llama Edvardsson —respondió Skacke—. Estaba tan sólo tres mesas más allá, pero… —Pero ¿qué? —… no está sereno. —¡Bah, el alcohol es una porquería! —exclamó Backlund. —Okey ; entonces esperemos a mañana para ocuparnos de él —decidió Mansson—. ¿Quién puede acercarme a jefatura? —Yo —se ofreció Skacke.

—Yo me quedo aquí —dijo Backlund con terquedad—. Este caso es oficialmente mío. —Claro, claro —concedió Mansson—. Adiós, pues. En el coche empezó a murmurar: —Trenes y barcos… —¿Tú crees que se ha largado? —preguntó Skacke. —Es posible. En cualquier caso, hay que llamar a un montón de gente, y tiene que traernos sin cuidado despertar a quien sea. Skacke le miró de soslayo mientras Mansson cambiaba de palillo. En aquel momento entraban en el aparcamiento de la jefatura de policía. —¡Mierda! —masculló Mansson—. Esta noche va a resultar movidita. La jefatura estaba triste y vacía aquella noche. Era un edificio imponente, y sus pasos resonaron con claridad en aquel inmenso espacio solitario, mientras subían por la escalera de piedra. Mansson era de por sí tan lento como grandullón. Odiaba las noches movidas, aparte de que y a le quedaba poco para terminar su carrera policial. A Skacke le sucedía todo lo contrario: era veinte años más joven, le preocupaba mucho su carrera y era un tipo decidido y ambicioso, aunque su experiencia le hacía también ser cauteloso y evitar conflictos, o sea que ambos se complementaban bastante bien. Al entrar en su despacho, Mansson corrió a abrir la ventana, que daba al aparcamiento. Después se hundió en su silla y permaneció en silencio varios minutos, mientras le daba vueltas al carro de su vieja Underwood, en actitud pensativa. Por fin dijo: —Trata de conseguir que nos lleguen todos los partes por radio y todas las llamadas. Conecta tu teléfono. El despacho de Skacke se hallaba enfrente, al otro lado del pasillo. —Deja las puertas abiertas —ordenó Mansson, para añadir con ironía—: así parecerá una especie de cuartel general de busca y captura. Skacke se metió en su despacho y empezó a hacer llamadas. Al cabo de un rato Mansson fue hacia él, y se quedó de pie, con el palillo en la boca, apoyando un hombro contra el marco de la puerta. —¿Tienes algo pensado, Benny ? —No mucho —respondió Skacke prudentemente—.

En cierto modo es algo incomprensible. —Incomprensible es la palabra: sí, señor. —¿Qué motivos hay, por ejemplo? —Me parece que, de momento, vamos a dejar de lado los motivos y nos vamos a concentrar en el hecho en sí. En aquel momento sonó el teléfono. Skacke hizo un gesto. —La persona que disparó sobre Palmgren tenía unas posibilidades mínimas de salir de aquel comedor sin más problemas. Su forma de conducirse hasta el momento de efectuar el disparo indica cierto fanatismo. —¿Más o menos como en los atentados políticos? —Exactamente, pero luego, ¿qué pasa? Que se larga como por milagro, y entonces ya no se comporta como un fanático, sino movido por el pánico. —¿Por eso crees que ha intentado abandonar la ciudad? —Entre otras cosas. Entra, dispara y no se preocupa de lo que pueda ocurrir después, pero de repente le entra el miedo, como a la may oría de los asesinos. Tiene miedo, sencillamente, y sólo piensa en largarse, lo más lejos y lo más deprisa posible. « Esto es una hipótesis —pensó Skacke—, una hipótesis sin demasiada base, además» . Pero permaneció en silencio. —Esto es sólo lo que pudiéramos llamar una hipótesis —dijo Mansson—. Y un buen criminalista no debe contentarse con hipótesis, pero no veo ninguna otra base sobre la que podamos trabajar. El teléfono sonó de nuevo. « Trabajo —pensó Mansson—, un trabajo bien curioso, por cierto» . En realidad, Mansson estaba libre de servicio. Fue una noche pesada porque realmente no ocurrió nada. Se paró a unas cuantas personas que más o menos coincidían con la descripción, tanto en las carreteras como en la estación central, pero ninguna de ellas parecía tener nada que ver con el caso, y se procedió simplemente a tomar sus datos personales. A la una menos veinte salió el último tren de la estación central. A las dos menos cuarto, la policía de Lund comunicó que Palmgren seguía con vida. A las tres llegó un nuevo comunicado de Lund: la señora Palmgren era víctima de un ataque de nervios y resultaba difícil interrogarla y sacar algo en claro. Al parecer, había podido ver bien al agresor, pero no lo conocía en absoluto. —Parece espabilado ese tipo de Lund —comentó Mansson, y bostezó.

Poco después de las cuatro volvió a llamar la policía de Lund. El equipo médico que atendía a Palmgren había decidido no operarle de momento. La bala había entrado por detrás del oído izquierdo y era imposible determinar los daños producidos. El estado general del paciente era bueno, teniendo en cuenta las circunstancias

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |